Esa noche, tras la cena, habían ido como de costumbre a la biblioteca a conversar, leer, escuchar música o incluso jugar una partida de ajedrez. Sobre una mesa de ajedrez hecha en Corea, su abuelo tenía siempre colocadas unas piezas extraordinarias talladas en mármol blanco y negro. Su abuelo era un jugador de ajedrez fortísimo y aunque su padre le había enseñado a jugar aún no había ganado ni una sola partida al anciano.
—Podría dejarte ganar, para evitarte una posible desilusión con el juego, hijo mío —le había dicho su abuelo—, pero por respeto a tu intelecto, no lo haré. A su debido tiempo me superarás, puesto que aprendes de tus errores, según he observado, y lo haces todas las veces. Te enseñas a ti mismo y ésa es la auténtica forma de aprender.
Esa noche, sin embargo, no habría partida de ajedrez, según parecía.
Uno de los hijos adoptivos de Pearl S. Buck, Edgar Walsh, que es además su albacea literario, cuenta en el prólogo de esta novela que su madre «solía servirse de detalles mundanos de su vida privada» en sus novelas. Este hecho parece probado si nos fijamos en como la fotografía, que corresponde a la biblioteca de la casa de la escritora en el condado de Bucks, encaja perfectamente con la descripción dada en el libro.
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