En 2008, el norteamericano Paul Auster (1947 - 2014) y el sudafricano, nacionalizado australiano, J. M. Coetzee (1940) se conocieron personalmente. De ese encuentro surgió un diálogo en forma epistolar que tomó forma de libro en 2013 (Here and Now: Letters, 2008–2011. Viking Press, New York, 2013).
En dos de las cartas (6 y 9 de abril de 2009) se hace referencia al ajedrez.
En la correspondencia entre ambos escritores, los temas van desarrollándose poco a poco, a través de varias cartas, entremezclándose con otros asuntos. El que nos interesa, el ajedrez, llega dentro de un prolongado intercambio de opiniones sobre el deporte en general: la participación activa o pasiva (practicar un deporte o ver como lo practican otros), la ética en el deporte profesional, la satisfacción estética que genera ver a alguien hacer algo que no está al alcance de la mayoría, los placeres de la competición...
Y es aquí, ante la apelación a los placeres de la competición por parte Auster, donde Coetzee introduce el tema.
Coetzee cuenta que en su veintena era muy aficionado al ajedrez. Por esa época se mudó a Nueva York desde Europa e hizo el viaje en barco. En el buque se organizó un torneo de ajedrez al que se apuntó. Logró llegar a la final. La partida fue larguísima, al amanecer todavía seguían jugando. Coetzee tenía una pieza de menos, pero las suyas eran mucho más activas. El viaje llegaba a su fin, ya se veía la costa, y decidieron dejar la partida en tablas. Parecía un buen acuerdo.
Pero ahí empezó el calvario de Coetzee. Poco a poco la idea de que podía haber ganado ocupó su mente. Reconstruyó la partida de memoria y se entregó, en los tres días que duró el viaje en autobús hasta su destino final, en analizar obsesivamente la posición intentando encontrar la continuación ganadora. Ni se fijó en Nueva York, realmente nueva para él, ni en los paisajes del país que iba a ser su nueva residencia. Solo ajedrez.
No volvió a jugar.
La experiencia le llevo a considerar la competición como algo negativo:
Lo que yo asocio con la competición no es placer en absoluto, sino un estado de posesión en el que la mente se ofusca en una única meta absurda: derrotar a un desconocido por el que no sientes ningún interés, a quien no habías visto nunca y a quien no volverás a ver.
A partir de ahí siguió practicando algún deporte pero sin que ganar fuera el componente esencial.
La respuesta de Auster llegó dos días más tarde. Él también había pasado un periodo de interés por el ajedrez en torno a los veintipocos años —«es sin duda el juego más obsesivo que ha inventado el hombre, el más perjudicial para la mente»— pero decidió dejar de jugar después de tener pesadillas en las que soñaba con piezas y combinaciones. Temió volverse loco.
Auster admite que ganar y perder son algo secundario que lo importante es el sentimiento de liberación de la propia conciencia que supone entregarse plenamente a la práctica deportiva. Algo mucho más difícil en cualquier otra actividad. Él nunca ha sentido un sentimiento de rechazo como el de Coetzee y lo atribuye a que los deportes que practicó son colectivos (baloncesto y béisbol), donde la responsabilidad ante victoria y derrota es distinta.
ANAGRAMA. BARCELONA, 2012
TRADUCCIÓN DE BENITO GÓMEZ IBÁÑEZ Y JAVIER CALVO
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