LA PARTIDA DE AJEDREZ
Me gusta el ajedrez por lo impreciso: es lo más impreciso
que una indefinición de vida podría soportar. Se sabe
qué les va suceder a los peones,
qué movimientos desplegará la reina,
con qué seguridad se enrocará la torre,
los saltos laterales y breves del caballo
y la difícil suerte que correrá el alfil.
Patina éste, resbala, se desliza
o para protegerse o para capturar
una posible pieza
y encuentra siempre
un obstáculo que se mueve en su órbita,
un enemigo próximo, un riesgo muy vecino,
algo que lo amenaza y que él esquiva
sin llegarlo a lograr.
Tiene el alfil un enemigo íntimo,
lejano como un aura,
que lo anima y lo irrita,
lo reta y lo provoca
en un sentido que él conoce
porque es el mismo siempre
e, incluso cuando avanza, recuerda
el carácter retráctil de una fuga,
el humo posterior a una derrota,
el momento en que todo en la vida
es un retroceder.
Ese momento en que el alfil destella como un látigo
en la mano inexperta de un viejo domador
en torno al cual se mueven, fieros y hambrientos, los leones
atentos todavía al chasquido del cuero restallante,
débil y envejecido por el uso
e incapaz, por ello, de imponerles
su dominio, su fuerza o su impiedad.
Ese momento en que el alfil conoce
la insumisión y la desobediencia,
y la cuadriculada llanura del tablero
le parece la cara norte de un roque nublo,
rizado e instantáneo,
donde los ojos tropiezan con las cuchillas giratorias
de una sierra mecánica que corta en espiral.
Ese momento en que el jugador más diestro calla
y el tablero se escucha y las piezas,
sin moverse ninguna, parecen todas zozobrar.
Ese momento en que el rey se ha escondido,
la reina deambula por la estancia,
los caballos levantan los cascos y las patas
en posición de salto y sin poder saltar.
Ese momento en que
lo más seguro del tablero son las torres
y también éstas parecen minadas en sus bases.
Ese momento en que lo único que pasa
es el hueco todo de la vida, vacío incluso de su aire.
Ese momento en que nos encontramos
frente a frente, al fin,
no los ejércitos de negras y blancas,
sino nosotros solos,
moviendo en el tablero las piezas que hemos sido
y perdiéndolas todas, una a una,
una tras otra, contra nosotros mismos, sin cesar.
Cuando el alfil es nuestro movimiento
escuchamos el ruido que hace un viento sin hojas,
que cubre de polvo y sangre nuestras piezas,
usadas unas y, otras, la mayoría, sin usar.
Sobre el tablero ¿qué identidad se escucha:
la del que mueve las piezas contra otro
o la del que las mueve sólo contra sí?
Sobre el tablero ¿qué es lo que escucha?
¿Qué se sabe, qué es lo que se aprende,
qué se llega a saber sino el cuadrado vacío de la vida
y la existencia sólo de figuras,
pues figuras son sólo las piezas que se juegan,
y también quienes juegan y aquello que se juega
y lo que constituye el ajedrez?
¡Qué angustia sube
por el perfil redondo de las piezas!
Y los símbolos fálicos en ellas
no anulan su fingida apariencia de pezón:
su redondez erguida, su mueca, su voluta.
Es la imprecisa forma de la muerte
lo que otorga belleza al ajedrez.
Ninguna pieza sobra. Todas salen,
algunas también vuelven y las hay
que, incluso, dejan la orilla opuesta:
resucitan, regresan, llegan a renacer.
Son esas piezas tal vez las que más amo.
Me gusta verlas transgredir las leyes de la física,
burlar la muerte, desafiar la vida,
recuperar sus cuerpos y ser su movimiento,
vencedor y vencido, de nuevo, una vez más.
Es difícil saber todos los movimientos de esas piezas,
pero puede pensarse que son tantos - y tal vez los mismos -
que a cada uno de nosotros
le ha concedido la libertad de Dios.
Acaso es él el juego y nosotros,
las piezas que conforman el juego de una vida
de los mismos colores que el tablero
y no se sabe si del mismo valor.
Tal vez lo que recorre el juego
es un espacio que no se mide en términos de tiempo
y carece de una clara frontera
que separe y defina
los límites del ser y los del yo.
Sobre el tablero la persona y la cosa se confunden:
conviene distinguirlas, sin embargo,
porque, en nuestro deseo de ser torre,
un caballo a galope produce siempre
la fuga de un alfil.
La reina duda y el rey, si no se siente seguro,
se equivoca.
Los peones lo asustan y él conoce
la música que suena en su morir,
cuando alguien mueve, seguro, algunas de sus piezas,
nos mira, con su culpa feliz, hacia los ojos
y pronuncia la palabra que tememos oír.
Esa palabra que es el ajedrez y que señala el fin
porque es el jaque.
Esa palabra que escuchamos muchas veces,
y de muchas formas, en la vida,
porque la vida es como el ajedrez.
Movemos piezas, nos movemos en ellas,
nos las mueven y somos movidos también.
Somos como las piezas, pero, con una leve diferencia:
nuestro juego no consiste en ganar sino en perder.
Perdemos piezas, porque somos las piezas
y, sólo perdiendo piezas, perdemos el perder.
Perder todas las piezas es nuestra máxima victoria.
Me gusta el ajedrez por la imprecisa forma
con que enseña a perder. Nunca se sabe
qué les va a suceder a los peones,
si algún desmayo sufrirá la reina,
si las torres se moverán a tiempo,
si los caballos saltarán sus obstáculos
o sus diagonales rombos recorrerá el alfil;
si el rey se retirará a sus aposentos
o lo confinarán las circunstancias;
si el tablero es movido o se mueve;
si las piezas que perdemos
son tantas como las que ganamos,
y si ellas y nosotros somos
movidos por la mano de Dios.
Nunca se sabe. No. Nunca se sabe
qué es lo que mueve a quién.
Por eso - y no por otra cosa -
me gusta tanto el ajedrez.
Nos enseña a jugar contra nosotros
y nos enseña que la vida consiste
- y consiste sólo- en un perder.
Brindo por tanta pérdida. Jaque-mate a la vida,
al miedo de la muerte, al temor de perder.
Del otro lado del tablero alguien - Dios tal vez -
me devuelve o envía algunas de sus piezas.
La partida termina en la resurrección.
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La ilustración es una platinotipia de Arkady Lvov de 1992 titulada "Partida de ajedrez".
FICHA TÉCNICA
JAIME SILESHIMNOS TARDÍOS
VISOR. MADRID, 1999
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