De la lectura de M Train (Lumen; Barcelona, 2016) queda claro que Patti Smith, además de uno de los referentes de la música punk/rock de mediados de los setenta, es una persona de aficiones diversas y sorprendentes. Una de ellas es su interés por el científico alemán Alfred Wegener, el creador de la Teoría de la Deriva Continental —que formuló en su libro de de 1922 «El origen de continentes y océanos»— que fue el precedente de la moderna teoría de la tectónica de placas que explica el funcionamiento de la corteza terrestre y por ende las causas de los terremotos y los volcanes. Este interés de Patti por Wegener la llevó a ser admitida en una especie de sociedad secreta —El club de la deriva continental— cuyos miembros se identifican a sí mismo solo por un número (Patti era la número 23 de un total de 27 socios posibles) dedicada a conservar la memoria del científico. En la actualidad el club se ha disuelto.
Otro interés constante de la cantante norteamericana es tomar fotografías con una vetusta cámara Polaroid de 1967 (la Automatic 250 Land Camera) que la acompaña a todas partes y con la que saca fotografías de todo lo que le gusta. Una vez comparó esas fotos con los sellos que recolectan los peregrinos para acreditar su viaje a Compostela. Son pues una suerte de hitos de su viaje espiritual.
Fue la suma de estos intereses lo que originó la historia que queremos contar:
En 2007 Patti Smith se hallaba en Islandia dentro de las actividades del Club de la Deriva Continental cuando otro de los integrantes del club, descrito como un Gran Maestro de Ajedrez islandés muy robusto, le pidió que la sustituyera como invitada especial de un torneo de ajedrez; a cambio le ofreció tres noches de estancia en el Hotel Borg de Reikiavik y la autorización para fotografiar la mesa donde Fischer y Spassky habían disputado algunas de sus partidas por el título del mundo en 1972. La afición de Patti por sacar fotos la decidió a aceptar el trato. La jornada transcurrió sin incidentes y Patti pudo fotografiar la mesa donde Fischer y Spassky se habían enfrentado. Ella misma tuvo que posar con los ganadores y la prensa dio cobertura al evento. La sorpresa llegó al día siguiente cuando recibió una llamada de alguien que se presentó como el guardaespaldas de Bobby Fischer preguntándole si podría reunirse con el ajedrecista a medianoche, sin más presencia que sus respectivos guardaespaldas. La reunión debía celebrarse en el comedor privado del Hotel Borg. En una entrevista promocional del libro y en la que cuenta también la historia, Patti remarca que ella nunca había tenido guardaespaldas. Sin embargo, se buscó uno para la ocasión. Andaba Patti pensando de qué podría hablar con Bobby, dado que su interés por el juego es meramente estético, cuando el guardaespaldas de Bobby disipó parte de sus dudas al espetarle: no menciones el ajedrez.
Durante el encuentro, Fischer mostró su peor cara. Empezó a comportarse de forma muy grosera con sus habituales comentarios racistas y conspiranoicos expresados en un lenguaje muy vulgar. Pero Patti se defendió bien, replicó instantáneamente que ella podía ser tan desagradable como él, solo que sobre otros temas. En ese momento, un aplacado Fischer se bajó la capucha con la que se cubría y le preguntó si se sabía alguna canción de Buddy Holly. Fischer, un apasionado del Rock & Roll, y Patti pasaron las siguientes horas cantando viejos temas de los Chi-Lites, los Four Tops o Chuck Berry. Fischer, dijo Patti, cantaba muy mal. Cuando se atrevió a cantar el falsete del estribillo de Big Girls Don’t Cry, de Frankie Valli, hasta su guardaespaldas acudió presurosamente a ver si pasaba algo.
Posteriormente, Patti le recordó que se habían conocido previamente, cuando ella era muy joven y trabajaba como dependienta en una librería. Al parecer, Fischer había acudido a firmar ejemplares de alguno de sus libros a Scribner’s, en la esquina entre la 5ª y la 49ª Sur. Ante la avalancha humana que se produjo, Fischer dio tales muestras de nerviosismo que Patti le ayudó a huir de sus admiradores escoltándolo hasta la puerta trasera. Fischer no recordaba la anécdota.
Llegados a este punto, Fischer le preguntó si ella le podía conseguir libros a lo que Patti respondió que sí. Y así, hasta el fin de su vida, Fischer le fue pidiendo «oscuros libros de historia» que ella con gran esfuerzo le conseguía. De alguna forma, mantuvieron lo que Patti llama una «amistad abstracta» hasta la muerte de Bobby. Amistad basada en la distancia, los libros y el Rock & Roll.
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