domingo, 2 de agosto de 2020

EL CASO WALLACE

En el ámbito británico está considerado como el segundo caso criminal más misterioso  de todos los tiempos, solo después de los crímenes de Jack, el Destripador. Los periódicos sensacionalistas británicos, los populares tabloides, dieron una cobertura especial a este acontecimiento, olfatearon la sangre y se lanzaron a degüello a desmenuzar los pormenores de la investigación y sus protagonistas. Los ríos de tinta generados por el caso habrían podido abastecer, como veremos más adelante, a un enorme océano. Es lo que se conocería como:

EL CASO WALLACE

Los hechos

Al anochecer del lunes 19 de enero de 1931, un anodino agente de seguros, William Herbert Wallace, se dirigió a su club de ajedrez para disputar una partida en un torneo local. Al llegar allí le dieron un recado: alguien había llamado por teléfono para concertar una cita profesional con él al día siguiente en cierta dirección de Liverpool. Wallace acudió a la cita, pero fue incapaz de encontrar la dirección que le habían proporcionado. La existencia de varias vías con nombres muy parecidos —se le había citado en el 25 de Menlove Gardens Este y había una avenida Menlove Gardens, incluso existían las calles Menlove Gardens Norte, Menlove Gardens Sur y Menlove Gardens Oeste, pero no existía una calle Menlove Gardens Este— complicó su búsqueda y se demoró un buen rato antes de darse por vencido. Tiempo después, al llegar a su hogar, Wallace descubrió que su esposa había sido brutalmente asesinada. Y cuando decimos brutalmente, queremos decir eso: brutalmente. 

Wallace fue detenido a los pocos días. Se le acusó de haber hecho él mismo la llamada para proporcionarse una coartada y que, en vez de ir en busca del misterioso y desconocido autor de la misma, asesinó a su esposa y luego perdió el tiempo necesario para dar verosimilitud a la historia y fingir haber descubierto el crimen a su regreso a casa. 

No se pudo establecer un motivo, la investigación no pudo sugerir un solo móvil: el matrimonio se llevaba bien, vivían con modestia pero no en la miseria, no constaban amantes ni nada que pudiera justificar el crimen. Tampoco se encontró el arma del crimen y ni un solo testigo pudo situar a Wallace en las cercanías de su domicilio, mientras varios, al contrario, lo situaron deambulando por las distintas Menlove Gardens de Liverpool. Pese a lo sangriento del asesinato —la víctima fue golpeada repetidas veces en la cabeza con un objeto contundente, probablemente el atizador de la chimenea que había desaparecido— en las ropas de Wallace no apareció ni una sola gota de sangre (se llegó a sugerir que había cometido el crimen desnudo). 

Parecía el crimen perfecto.


El juicio

Sin embargo, el jurado popular encontró culpable a Wallace. No había pruebas contra él, pero Wallace era un ser anodino y carente de cualquier tipo de carisma o habilidad social. No pudo, o no supo, contrarrestar la imagen que ofreció la prensa de él: un criminal frío e inteligente que había preparado el asesinato con la misma meticulosidad y eficacia con la que se componía un problema de ajedrez.

Fue condenado a la horca.

No debió, sin embargo, quedar la justicia británica con la conciencia muy tranquila porque poco después, en una decisión sin precedentes, el Tribunal Supremo anuló la sentencia. Wallace fue liberado y moriría solo dos años después clamando su inocencia a los cuatro vientos.

La investigación oficial y la investigación extraoficial

El caso ha generado una ingente cantidad de literatura. Criminólogos y periodistas de sucesos han desmenuzado cada aspecto de la investigación y publicado en distintos medios sus conclusiones. En las Chess Notes de Edgar Winter puede encontrarse un repaso bastante consistente a esas publicaciones.

Dada su condición de ajedrecista y su asistencia a un club de ajedrez —el Liverpool Central Chess Club— la noche anterior al asesinato, la investigación policial y luego la curiosidad de los lectores se centró en este hecho. Como hemos sugerido un poco más arriba, la condición de ajedrecista de Wallace parece haber jugado en su contra durante el juicio y la tremenda exposición mediática que lo acompañó. 

Wallace era un jugador mediocre, incluso para un jugador de club, pero que disfrutaba mucho jugando (¿les suena?). Asistía poco a la sede social porque no quería dejar sola a su mujer por la noche y prácticamente solo acudía a los campeonatos. Fundamentalmente jugó en su contra que declarara que su afición le había permitido enfrentarse a algunas de las mentes más brillantes de su época. Ya se ha dicho que las habilidades sociales de Wallace eran poco menos que inexistentes. Siendo como era un jugador de tercera categoría esto se interpretó como un rasgo de megalomanía que no podía sino demostrar aún más su mentalidad intrigante y su culpabilidad. Sin embargo, era verdad. Wallace se apuntaba a cuanta simultánea se jugara cerca de su lugar de residencia. A lo largo de los años se había enfrentado a jugadores como Kashdan, Blackburne y Capablanca. De los mejores del mundo, sin duda. Aunque se había medido a ellos en una exhibición donde los maestros jugaban en solitario contra veinte, treinta o incluso más jugadores aficionados. Sus defensores no acertaron a explicarlo. Posiblemente ni a comprenderlo.


La investigación prestó una especial atención a la llamada anónima recibida en el club de ajedrez. Era la coartada de Wallace. Demostrar que había sido el propio Wallace quién la hizo la desmontaría totalmente. Era pues vital averiguar quién la  había hecho —tanto la defensa como la acusación estaban de acuerdo en la persona que hizo la llamada era el asesino—. La cuestión radicaba en que la persona que llamó al club tenía que saber con absoluta certeza que Wallace iba a acudir ese día allí.

La acusación sostenía que nadie, salvo el propio Wallace, podía tener tal seguridad. La defensa argüía que cualquiera podía suponerlo. Wallace estaba disputando un campeonato por sistema liga y las rondas se habían publicado con semanas de antelación. Pero el caso se complicó porque Wallace había incomparecido varias veces en las rondas anteriores. Era por lo tanto posible que incompareciera también ese día.




Tiempo después de la anulación de la sentencia, pero culpable todavía a los ojos de una buena parte de la sociedad, Wallace concedió una entrevista. Entre otras muchas cosas habló de ajedrez, actividad que definió como una de las grandes pasiones de su vida. Se quejó de que no podía jugar con nadie porque nadie quería jugar con él, por lo que solo podía resolver problemas. Pero ni aún eso le permitía evadirse. No podía concentrarse, su mente le recordaba que hasta el ajedrez, que tanto le gustaba, había sido utilizado en su contra.

Opiniones

Quizá la fascinación que, aún hoy, sigue despertando el caso se deba a que prácticamente todos los indicios encontrados en la investigación podían ser interpretados a favor o en contra del acusado, como dijo la famosa escritora de novelas de intriga y policíacas Dorothy L. Sayer en su ensayo El asesinato de Julia Wallace. Eso, según Sayers, lo convertía en un fecundo campo para la especulación. Para terminar con una sentencia de aroma ajedrecístico:
El caso Wallace no tuvo un movimiento clave y terminó, de hecho, en una posición de ahogado. 
Raymond Chandler escribió en sus memorias que consideraba al caso Wallace el asesinato imposible. Wallace no pudo hacerlo, pero tampoco nadie más. Terminaba diciendo que era un caso irresoluble y que siempre permanecería así.

Otra autora de prestigio en el ámbito de la novela de intriga y policial, la dama del crimen, P.D. James, también le dedicó mucha atención al caso:

En su novela de 1982 The Skull Beneath the Skin (La calavera bajo la piel. Argos Vergara. Barcelona, 1983. Traducción de Iris Menéndez Salles) , P. D. James, resume magistralmente los hechos.
—Liverpool, enero de 1931. Wallace, William Herbert. Inofensivo agente de seguros trota de puerta en puerta recaudando unos peniques semanales en casa de pobres diablos muertos de miedo al pensar que no podrán pagar sus propios funerales. Aficionado al ajedrez y el violín. Casado un poco por encima de sus medios. Él y su esposa Julia vivían en fina pobreza, que es la peor pobreza de todas, por si no lo sabía, apartados del mundo. El 19 de enero, mientras él buscaba el domicilio de un cliente en ciernes, que podía existir o no, a Julia le golpean salvajemente la cabeza en el salón de su casa. Wallace fue procesado por homicidio, y un resuelto jurado de Liverpool, que probablemente no fue del todo imparcial, lo declaró culpable. Posteriormente el tribunal de apelaciones pasó a la historia jurídica anulando la sentencia en razón de que era arriesgado condenarlo ante la insuficiencia de pruebas. Le soltaron y dos años más tarde murió de una enfermedad renal, mucho más lenta y dolorosamente que si le hubieran ahorcado. Es un caso fascinante. Las pruebas siempre pueden apuntar en cualquier dirección, según la forma en que uno las interprete. A veces permanezco despierto toda la noche pensando en esto. El peligro de cómo puede orientarse mal un caso si a la policía se le mete en la cabeza que tiene que ser el marido, debería ser asignatura obligatoria en los estudios que capacitan para una pesquisa policial.

Y en 2003, en su penúltima novela, The Murder Room (Faber&Faber. London, 2003. Hay edición en castellano. La sala del crimen. Ediciones B. Barcelona, 2003) insistió en el tema (no vamos a repetir la descripción que da pues es muy parecida a la precedente). Todavía en 2013, a los 93 años y solo uno antes de su muerte, James afirmó haber resuelto el misterio, alineándose de paso con los que consideraban a Wallace culpable.

Edgard Lustgarten, otro de los autores que han publicado sobre el caso, también recurrió al ajedrez para explicarlo: «tiene la desesperante y frustrante fascinación de un problema de ajedrez que termina en jaque perpetuo». Aunque no sabemos muy bien qué quiso decir con ello.

 

One Foot on the Grave (Con un pie en la tumba)

En 1952, el prolífico escritor británico Sydney Walter Martin Cumberland —quien escribía bajo el seudónimo de Marten Cumberland—  publicó la novela One Foot on the Grave que está basada directamente en ese caso.

Cumberland cultivó preferentemente el género policíaco y uno de sus personajes recurrentes es el comisario de la Sûreté Saturnin Dax. Dax es un policía obeso, temeroso de las corrientes de aire y del frío, metódico y escéptico con todo aquello que no puede ser demostrado empíricamente.

Al ser su protagonista francés, no es de extrañar que Cumberland sitúe la acción en París. Pero solo cambia el emplazamiento y los nombres de los personajes, el resto de los acontecimientos son idénticos a los del caso Wallace. Igual la llamada anónima de teléfono al club de ajedrez, igual el carácter del marido de la mujer asesinada, igual la reacción de la prensa, igual el juicio, la condena y la revocación de la misma. Igual el juicio paralelo que la opinión pública —la temible opinión pública— se hace del caso.



Lo que no es igual es que en la realidad no existe Saturnin Dax y en la novela sí. Dax revisa el caso de cabo a rabo, verifica pruebas, recupera anímicamente al acusado para que intente aportar algo nuevo a la investigación, gana para su causa al equipo investigador original, busca explicaciones a lo que no se ha explicado suficientemente, se esfuerza en comprender el porqué de la animadversión que suscita Thollon (así se llama el Wallace francés), se infiltra en el club de ajedrez, estudia la personalidad de cada socio e investiga a quien le parece sospechoso. 

Por fin, logra aislar a un sospechoso y consigue, después de someterlo a una vigilancia intensiva e investigarlo a fondo, que confiese ser el asesino. Cumberland se alinea, como vemos, con los partidarios de la inocencia de Wallace. Todos contentos, tenemos un culpable claro. El crimen nunca paga.



La novela se estructura en dos partes y cada una de estas en capítulos desiguales en tamaño. Todos los capítulos tienen una referencia al ajedrez que intentan describir algo de lo que se cuenta en cada uno de ellos. «Las piezas están listas» se titula por ejemplo, el primer capítulo. Luego hay otros con títulos como «Gambito», «Al paso», «J'adoube», Defensa Siciliana» o «¡Jaque!». 


En general, la novela desprende un persistente olor a naftalina. Sin embargo, pone el acento en un hecho tan lamentable como actual: la manipulación de la opinión pública por parte de quienes debieran estar para servirla.

FICHA TÉCNICA
MARTEN CUMBERLAND
CON UN PIE EN LA TUMBA
EDICIONES G. P. BARCELONA, 1959

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