En Zadig, una novela filosófica de Françoise-Marie Arouet, dicho Voltaire, encontramos esta referencia al ajedrez:
Él enseñó a leer y escribir a los hombres, y a él debe la tierra entera el juego del ajedrez.
El contexto es el siguiente. En una reunión en la que participan un egipcio, un indio del Ganges, un habitante de Catay, un griego, un celta y aún otros representantes de diversas zonas de la tierra, pronto empiezan unos a otros a echarse en cara sus respectivas creencias, calificándolas de supersticiosas y bárbaras. La frase reseñada la dice, claro está, el indio para explicar qué es lo que había hecho Brama por la humanidad.
La novela parece pensada para ejemplificar el conocido apotegma que dice que «ninguna buena acción queda sin castigo». Todos los intentos de Zadig, un filósofo babilonio, por mejorar la vida de las personas, hacer prevalecer la razón y la justicia y evitar sufrimientos inútiles a la gente, le acarrean problemas cada vez mayores: procesos sin cuento, acusaciones de blasfemia e impiedad, penas de destierro, esclavitud y hasta una condena a ser quemado a fuego lento. Casi como el propio Voltaire en su siglo.
Voltaire aplaudió en varias de sus obras el talento de los indios para las matemáticas y celebró efusivamente la invención del juego del ajedrez por sus sabios.
Para ilustrar la frase de Voltaire traemos este aguafuerte de 1764 obra de Jean Huber, pintor destacado por Catalina la Grande para documentar el día a día de Voltaire, como una suerte de biógrafo gráfico del siglo XVIII. Probablemente fue un apunte para el óleo con el mismo tema que se conserva en el museo del Hermitage de San Petersburgo y que publicamos hace tiempo.
En el aguafuerte se ve a Voltaire jugando contra el padre Adam, un jesuita al que alojó en su residencia de Ferny cuando los miembros de la Compañía de Jesús fueron expulsados de Francia en 1762. A Voltaire le gustaba mucho jugar contra el religioso. Según testimonios de algunos visitantes, a las siete de la tarde, Voltaire tocaba la campana y pedía que se avisara al padre Adam. Era la hora del ajedrez.
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