Gesualdo Bufalino fue un caso paradigmátcio de escritor oculto, de escritor secreto. Profesor de secundaria en una pequeña ciudad italiana —Comiso—, donde vivía discretamente, se reveló inopinadamente como un gran talento literario a los sesenta años de edad, en 1981, cuando ante la insistencia de Leonardo Sciascia accedió a publicar su primera novela, «La perorata del apestado». Hasta ese momento sus únicos galardones literarios habían sido ganar un concurso de redacción en latín en 1939, cuando el autor tenía 19 años, que tenía como premio el dudoso honor de ser recibido por Mussolini, y la publicación de unas pocas poesías dispersas en la prensa diaria durante los años cuarenta y cincuenta. A partir de ahí, el silencio. Pero no la inactividad. Cuando por fin decidió salir del armario, se descubrió un escritor con una voz original, intensa y potente. El éxito de su primera novela lo animó y hasta su muerte en accidente de tráfico, en 1996, desarrolló un prolífica carrera literaria con títulos de notable interés y calidad.
Bufalino amaba el ajedrez y lo incluyó de una manera u otra en casi todos sus libros. Se jactaba, además, de haberlo jugado bastante bien en su juventud. Se sabe que participó algún torneo de alcance regional y que frecuentaba los círculos ajedrecísticos locales. Sin partidas suyas conservadas, sin embargo, es muy difícil hacerse una idea de su fuerza real. Puede ser verdad su pretensión de jugar bien, puede ser vanidad. Lo que sí es verdad es su interés por el juego. Los comentarios que hacen sus personajes sobre el ajedrez suponen un conocimiento de la historia del juego y de sus protagonistas principales más que pasable. Además, cuando le sorprendió la muerte, trabajaba en una novela sobre Capablanca de la que solo le dio tiempo a redactar dos capítulos.
«La perorata del apestado» fue, como hemos dicho, la primera novela publicada por Bufalino y la responsable de su éxito literario. Ya en esta primera obra el ajedrez tiene una presencia importante.
Llegados a este punto hará muy bien el lector en dejar estas líneas y correr a leer el libro, si es que no lo ha hecho ya, porque en lo que sigue, necesariamente, se cuenta el final de la historia. No es que en este tipo de literatura conocer el final sea muy relevante, pero siempre será mejor tener una mirada desprejuiciada y fresca.
No hay que profundizar mucho en la biografía de Bufalino para percatarnos de que la novela tiene un fuerte contenido autobiográfico. El narrador, Bufalino mismo podríamos decir, cuenta un episodio ocurrido en su juventud. Está enfermo de tuberculosis, prácticamente desahuciado. Reside en La Rocca, un sanatorio para terminales donde mantiene una relación de amistad con el Gran Flaco, el médico del hospital, con el que pasa las veladas jugando al ajedrez y debatiendo sobre filosofía. Allí espera una muerte que parecía inapelable.
Cuando, años después, recuperado de forma inesperada de su dolencia, recuerda su situación en La Rocca lo hace recurriendo a una comparación con el ajedrez:
Qué días, qué veladas. Tal vez los únicos días ricos de una existencia que, después, no ha tenido otras hipérboles, y se ha hecho inesperadamente interminable. Mientras que entonces, a fuerza de contar y recontar mis escasos años como piezas de mecano o peones capturados dispuestos a los lados de un tablero, me había acostumbrado a no ver en el tiempo venidero mas que el inminentísimo explicit de una partida ya perdida dentro de la mente; no un poema de caballerías que ocultara hasta la penúltima página maravillas y salvamientos, sino un soneto veloz al que sólo faltaba un verso, el sello de una rima que no estaba permitido alterar.
—Es un jaque mate de manual —explicaba a mi compañero, resignadamente— . Ya está anunciado en tres jugadas y con sacrificio de la reina, a imitación de La Inmortal de Andersen, Torneo de Londres de hace casi cien años. Sólo que me gustaría saber, antes de inclinarme y sacarme el sombrero, el nombre del vencedor.
La Inmortal de Andersen es bien conocida y, si no me equivoco, debe ser la partida más veces citada en la historia de la literatura. Algún día tendré que hacer recuento de los libros en que aparece. Dado que siempre es un placer recrear las jugadas inmortales de Andersen, podemos tomarnos un descanso y ver la partida con los comentarios que hizo el Gran Mestro alemán Robert Hübner para ChessBase en el siguiente enlace:
Más adelante en el mismo capítulo, el narrador insiste:
—¿Conoces —replicaba yo (era él quien pretendía que le tuteara, aunque nos separaran más de treinta años)— la historia del ajedrecista que no pierde jamás y que está oculto en una máquina? Pues bien, a veces me parece que alguien juega conmigo de la misma manera, con ojos que centellean detrás de un morrión de hierro.
Una referencia al autómata creado por el barón austro-húngaro Wolfgang von Kempelen, y que fue conocido como «El turco».
Ilustración del libro de 1879 de Joseph Racknitz, 'Über den Schachspieler des Herrn von Kempelen und dessen Nachbildung' |
«El turco», mediante un ingenioso mecanismo, permitía que una persona, un profesional del ajedrez, se escondiera en su interior y jugara la partida. El ingenio fue un gran éxito en las cortes europeas de finales del XVIII y principios del XIX y entre la nómina de sus ilustres rivales se incluyen Napoleón Bonaparte, la emperatriz María Teresa de Austria, Benjamín Franklin y Catalina de Rusia. También provocó un aluvión de obras artísticas que de una forma u otra lo tomaron como tema. Y esto incluye varias novelas, una película, algún que otro cómic y un sinfín de ilustraciones.
El capítulo 13 se titula «Partida de ajedrez con un dios vendado» y relata efectivamente una partida de amor. El narrador se ha enamorado de una interna, de otra desahuciada. Aprovechan los días de permiso para tener encuentros amorosos. Un día, inesperadamente, ella se muestra distante y de nuevo el narrador recurre al ajedrez para intentar explicar sus sentimientos:
Rechacé en mi interior, y fue tal vez un error, las preguntas prácticas, meticulosas y crueles que me habían venido a los labios. Humillarla, me dije, significaba perderla. Y callé, por consiguiente: pero de ahora en adelante estaría más atento; observaría las manipulaciones de la mujer con suspicacia y respeto a la vez. Como las jugadas de una partida que me urgía al menos empatar.
Pero su relación con Marta le enemista con el Gran Flaco, quien había sido amante de la mujer. A partir de entonces, el doctor no cesa en el empeño de herir al narrador. Un día, sin embargo, aquel se muestra inesperadamente amable:
—Vamos, se te pasará jugando, aparta esas medicinas, prepara el tablero. Y empieza el juego, te regalo la salida.
Obedecí, la cólera se me había evaporado, dejando en su lugar únicamente la amargura de intentar descubrir qué significaba esta puesta en escena y qué relación mantenía con nuestro triángulo escaleno, yo, él y Marta. Lo imprescindible para que yo me distrajera de la partida; y me diese a los mil demonios, viendo a su Reina, con la ayuda de un Alfil a las espaldas, penetrar dentro de los plácidos tabernáculos de mi enroque y acabar por ofrecerse impúdicamente a una triple presa en G uno, inmolándose, sí, pero no sin establecer en torno a mi Rey un sofocante cimiento de piezas. Hasta el punto de permitir al rápido caballo infligirme el más irónico y doloroso de los mates: el mate ahogado.
En la página italiana Solo Scacchi, en un artículo firmado por Zenone y títulado Bufalino: l’unto dagli scacchi, se dice que entre los papeles postumos de Bufalino se encontró una partida, probablemente compuesta ex profeso, que ilustraba este párrafo aunque, finalmente, no se incluyó en el libro. El siguiente diagrama muestra la posición clave de la partida que puede verse entera siguiendo el enlace que aparece debajo del diagrama.
Las negras juegan y dan mate en tres jugadas. |
Y continúa el narrador:
Pero mientras derribaba mi Rey, como es costumbre, «Uberius» proclamó mi adversario, y añadió, repentinamente meditabundo:
—¿Quién sabe por qué el sacrificio de la Reina proporciona a quien lo realiza un tan equívoco orgasmo, no lejano del amoroso— . Tal vez es un placer gatuno —se contestó a si mismo un poco después— . De gato jesuita y verdugo. El cual se divierte en prestar al ratón una momentánea hilaridad de salvación, y lo desengaña después de repente, lanzando un zarpazo mortal. Finge actos de piedad y mientras tanto se enfunda la capucha negra.
Y eso es lo que realmente está haciendo el Gran Flaco: jugar al ratón y al gato. Le reserva una sorpresa, va a salvarse. La enfermedad ha remitido. Pero Marta y el propio Doctor van a morir. A modo de herencia le dejará un dossier en el que se cuenta la historia, llena de sombras, de Marta. Es una sutil venganza. Sin embargo, Marta y el Narrador deciden escapar del Sanatorio. Para Marta es la huida final, no saldrá viva de esa aventura. Como triste colofón resuenan sus amargas palabras:
—¿Y acaso no soy una Reina? —bromeó también ella—. Su Desgracia Marta Primera, con un súbdito o dos apenas, que se la juegan al ajedrez.
FICHA TÉCNICA
GESUALDO BUFALINO
LA DICERIA DELL'UNTORE
SELLERIO. PALERMO, 1981
LA PERORATA DEL APESTADO
ANAGRAMA. BARCELONA, 1983
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