Sueños de Bunker Hill es la última novela de Joe Fante. La dictó, ciego y moribundo, a su esposa Joyce, en 1982, desde la cama de un hospital. Sin embargo, dentro del ciclo sobre su alter ego Arturo Bandini ocuparía el primer lugar. En ella vemos los comienzos del joven escritor, sus escarceos en la despiadada industria de Hollywood, su amoríos fracasados. Todo con el descarnado estilo de Fante, que muestra las miserias y la crueldad de una sociedad empobrecida, fanatizada y absurda. Con razón se le considera el padre el realismo sucio.
En un momento de la novela, Bandini tiene un delirante encuentro con un ajedrecista callejero.
En el centro de la plaza había un banco ocupado por ajedrecistas. Había cuatro jugadores a ambos lados de la larga mesa, todos con un tablero delante. Jugaban simultáneas rápidas, ocho jugadores midiéndose con un solo hombre, un anciano, un escandaloso, insolente e inteligente individuo en mangas de camisa que bailoteaba de jugador en jugador, movía una pieza, profería una injuria y pasaba al jugador siguiente. En cuestión de minutos dio mate a los ocho adversarios y se embolsó los veinticinco centavos de la apuesta. Mientras los contrariados perdedores se iban, el viejo, que se llamaba Mose Moss, exclamó:
—¿Quién es el siguiente? ¿Quién cree ser un gran jugador de ajedrez? Ganaré a todos los que se presenten, de uno en uno, de dos en dos, de diez en diez. —Se volvió y se quedó mirándome—. ¿Qué haces ahí? —gritó—. ¿Quién coño te crees que eres? ¿Tienes un par de monedas? Siéntate y apuéstalas, niñato cagón. ¡Voy a sacarte los higadillos!
Me di la vuelta.
—¡Eso es! —prosiguió—. ¡Cobarde de mierda! ¡Sabía que eras un cagueta en cuanto te eché el ojo encima!
Alrededor de la gran mesa había ya otra tanda de ajedrecistas. Había siete. Hacía dos años que no jugaba al ajedrez, pero había sido un buen jugador en Colorado, incluso había ganado un torneo organizado por el club de ajedrez. Sabía que podía defenderme frente a aquel viejo lenguaraz, indignante y cabrón, pero no sabía si podía derrotar su escatológico ataque. Me dio una palmada en la espalda.
—Siéntate, criatura. Aprende algo sobre ajedrez.
Fue la gota que desbordó el vaso. Saque un cuarto de dólar del bolsillo, lo puse en la mesa y me senté.
Me ganó, a mí y a los otros, en diez movimientos. Las víctimas nos levantamos de la mesa mientras él recogía las monedas y las hacía tintinear en el bolsillo.
—¿Ya ha terminado? —dijo—. ¿He vuelto a ganar?
Arañé otro cuarto de dólar, pero los otros jugadores ya habían tenido bastante. Mose Moss se sentó frente a mí y empezamos a jugar. Encendió un cigarrillo.
—¿Quién te enseño, muchacho? ¿Tu madre?
—Tú mueves, hijoputa —dije.
—Ahora pareces un ajedrecista de verdad —dijo moviendo un peón. Me venció en doce movimientos. Encontré otro cuarto. Volvió a derrotarme con rapidez y rotundidad. No había manera de ganar al viejo. Entonces empezó a juguetear conmigo. Fue cruel. Fue brutal. Fue sádico. Jugó sin reina y perdí. Luego jugó sin reina, sin alfiles y sin caballos, y volví a perder. Por último jugó solo con los peones. A nuestro alrededor había ya tres circulos de mirones que se tronchaban de risa mientras sus peones machacaban mis piezas y me hacía otro jaque mate. Me quedaba un cuarto. Lo puse en la mesa. Mose Moss se frotó las manos y sonrió con bondadoso aire triunfal.
—Te diré lo que voy a hacer, muchacho. Voy a dejar que ganes. Vas a hacerme jaque mate.
El publico aplaudió, se puso más cerca. Cuarenta personas apelotonadas a nuestro alrededor. Le bastaron unos veinte movimientos para eliminarme y eso que movió las piezas de tal manera que me fue imposible no hacerle jaque mate. Estaba cansado, frustrado y con tristeza en el alma. Me dolía el estómago y me ardían los ojos.
—He terminado, Mose —dije—. Era mi último cuarto.
—Tienes crédito —dijo—. Pareces un muchacho honrado. Eres un idiota de mierda, pero pareces honrado.
Aunque aturdido, me puse a jugar, demasiado confuso para irme, demasiado avergonzado para ponerme en pie y abandonar. De repente hubo una conmoción. Los mirones desaparecieron. La policía hizo su entrada en escena. Detuvieron a un par de personas y a Mose y a mí nos metieron a empujones en el furgón. Nos llevaron al calabozo, a seis de nosotros, y nos pusieron en fila ante la mesa del sargento, acusados de vagancia. Después de ficharnos nos condujeron a la celda de los borrachos. Yo seguí a Mose, que parecía conocer la rutina. Nos sentamos en un banco y pregunté a Mose qué pasaría después.
—Diez dólares o cinco días —dijo—. Que les den por culo. Juguemos al ajedrez.
Horrorizado, vi que sacaba del bolsillo trasero un juego en miniatura; pusimos las piezas en su sitio y empezamos la partida. Mose era incombustible. Mis ojos se negaban a abrirse. Me dormía con la barbilla apoyada en el pecho. Me zarandeaba para despertarme cuando me tocaba mover. Las apuestas eran ya de cantidades astronómicas. Le debía quince mil dólares. Doblamos. Volví a perder y mientras Mose trataba de despertarme, resbalé del banco y me quedé dormido en el suelo. Oí sus últimas palabras:
—Me debes treinta mil dólares, cabrón.
—Ponlos en la cuenta —dije.
SUEÑOS DE BUNKER HILL
ANAGRAMA. BARCELONA, 2002
TRADUCCIÓN DE ANTONIO-PROMETEO MOYA
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