Durante el montaje de El chico, Samuel Reshevsky, que a los siete años era campeón mundial de ajedrez de la categoría infantil, visitó el estudio. Iba a hacer una exhibición en el Athletic Club, jugando una partida con veinte adversarios al mismo tiempo, entre los que se encontraba el doctor Griffiths, campeón de California. Tenía una carita delgada, pálida y concentrada, con unos grandes ojos, que miraban desafiantes cuando hablaba con la gente. Me habían advertido que tenía un carácter algo esquinado y que muy raras veces daba la mano.
Después de que su representante nos presentara y dijera algunas palabras, el niño me contempló en silencio. Continué haciendo el montaje y examinando los rollos de la película.
Al cabo de unos instantes me volví hacia él.
—¿Te gustan los melocotones?
—Sí —contestó.
—Bueno; pues tenemos un árbol cargado de ellos en el jardín; puedes trepar y coger algunos, y de paso, tráeme uno para mí.
Se le iluminó la cara.
—¡Oh! ¡Estupendo! ¿Dónde está el árbol?
—Carl te llevará —dije, refiriéndome a mi agente de publicidad.
Quince minutos después regresó, alborozado, con varios melocotones. Aquel fue el comienzo de nuestra amistad.
—¿Sabe usted jugar al ajedrez? —me preguntó.
Tuve que confesar que no.
—Yo le enseñaré. Venga a verme actuar esta noche; voy a jugar con veinte contrincantes a la vez —me dijo con orgullo.
Le prometí que iría, y le dije que después lo invitaría a cenar.
—Muy bien; terminaré enseguida.
No era necesario tener un profundo conocimiento del ajedrez para apreciar el interés de aquella noche: veinte hombres de mediana edad contemplaban atentamente sus tableros de ajedrez, enfrentados a un dilema por un niño de siete años, que incluso aparentaba menos edad de la que tenía. Observarle mientras se movía en el centro de las mesas, colocadas en forma de «U», yendo y viniendo de un tablero a otro, era ya un espectáculo en sí.
Había algo de irreal en la escena, mientras el público, compuesto de trescientas personas o más, permanecía sentado en dos filas a ambos lados del local. Contemplaba en silencio a un niño que se devanaba los sesos, enfrentado con hombres maduros. Algunos habían adoptado una actitud condescendiente. Estudiaban su tablero con sonrisas parecidas a las de Mona Lisa.
El niño era increíble y, sin embargo, me inquietó, pues mientras contemplaba aquella carita concentrada, que se ponía roja y después blanca, tuve la impresión de que pagaba un elevado precio derrochando su salud.
«¡Ven aquí!», le decía un jugador. Y el niño se dirigía hacia él, observaba el tablero durante unos segundos y luego, bruscamente, movía una pieza o decía: «¡Jaque mate!». Y el público estallaba en risas. Le vi dar jaque mate a ocho jugadores seguidos, lo cual produjo entre el público más risas y aplausos.
Ahora analizaba el tablero del doctor Griffiths. El público guardaba silencio. De repente movió una pieza, luego se volvió y me vio. Su cara se iluminó y me hizo una seña con la mano, indicándome que no tardaría mucho en terminar.
Después de dar jaque mate a varios otros jugadores, volvió ante el doctor Griffiths, que seguía profundamente concentrado.
—¿Todavía no ha movido? —dijo el niño con impaciencia.
El doctor negó con un gesto de la cabeza.
—¡Oh! Vamos, dese prisa.
Griffiths sonrió.
El niño lo miró con orgullo.
—¡No puede derrotarme! ¡Si mueve usted aquí, yo moveré ahí! ¡Y si usted mueve en esta forma, yo moveré así! —enumeró con rapidez seis o siete posibles jugadas—. Nos pasaremos aquí toda la noche; así que digamos que hemos hecho tablas.
El doctor asintió.
HISTORIA DE MI VIDA
TAURUS. MADRID, 1964
TRADUCCIÓN DE JULIO GÓMEZ DE LA SERNA






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