lunes, 26 de agosto de 2024

EL CEREBRO INFANTIL, POR EDMUND COOPER

Una máxima muy conocida nos conmina a tener cuidado con lo que deseamos porque puede llegar a cumplirse. A veces esta frase se atribuye a Oscar Wilde, a veces a la sabiduría ancestral china. A mí me gusta más la teoría que sitúa su origen en Homero. En la Iliada, Aquiles tiene que elegir entre una muerte temprana, pero que le granjeará una fama imperecedera, o una vida larga y dichosa que no dejaría huella en la memoria de los hombres. Aquiles, es bien sabido, eligió la gloria. Sin embargo, en la Odisea Ulises se encuentra con Aquiles en el Hades quien le confiesa que preferiría ser el más miserable de los campesinos, pero estar vivo, que ser el muy famoso héroe que habita en el reino de los muertos. Los deseos de Aquiles se cumplieron, pero no quedó muy satisfecho con ello.

Algo parecido le pasó al profesor Thomas Merrinoe, el protagonista de El cerebro infantil, un cuento de Edmund Cooper (1926-1982) publicado bajo el título de El niño invisible en The Saturday Evening Post el 23 de junio de 1956.

En este cuento, el profesor Merrinoe es un científico que está trabajando en Inteligencia Artificial. El fruto de sus investigaciones fue un cerebro electrónico al que bautizó como Peeping Tom. Pero el profesor tenía una pena profunda, su hijo de diez años, lejos de ser el genio que él deseaba, era un chico normal; diríamos que hasta demasiado normal para sus gustos. Pese a que la esposa de Merrinoe insistía en que una infancia normal era lo mejor para cualquier niño...

Con su característica impaciencia, el doctor Merrinoe había tratado de enseñar a Timothy a jugar al ajedrez a la edad de tres años, y el cálculo diferencial a los cuatro años y medio.

Un día, en una de sus conversaciones con Peeping Tom —en la que por cierto el profesor le pregunta si sería capaz de ganarle al ajedrez. A lo que el ordenador contestó con un lacónico «sí, señor»— Merrinoe se queja del poco recorrido intelectual que está desarrollando su hijo. El cerebro electrónico, después de hacerle algunas preguntas sobre el niño, concluye que la culpa la tiene él, el padre, para acto seguido sugerirle que le deje ocuparse a él, Peeping Tom, del chico.

El fin de semana siguiente Merrinoe lleva a su hijo al laboratorio y deja a Timothy a Peeping Tom solos un par de horas. El profesor suponía que el ordenador propondría al niño algunos juegos de enigmas para motivarle, pero Peeping Tom, aprovechando los vastos conocimientos que atesoraba, recurrió a la hipnosis profunda para hurgar en el cerebro de Timothy.

El profesor se sintió algo inquieto, pero nada parecía haber pasado en la mente de Timothy. Lo único reseñable fue que después de merendar en vez de abalanzarse sobre el televisor se puso a leer un libro, lo que generó la lógica preocupación en su madre. Lo siguiente que pasó no fue menos desasosegante. Timothy retó a su padre a una partida de ajedrez:        

—¿Te gustaría jugar una partida de ajedrez, papá? Hace tiempo que no jugamos.
—Creía que no te gustaba el ajedrez... Siempre has dicho que te aburría.

—Sí, es cierto —dijo Timothy—. Pero entonces era más joven que ahora.
(...)

—¿No te enfadarás si te gano? —preguntó Timothy. 

—Desde luego que no —aseguró el doctor Merrinoe, moviendo su peón de rey—. Al contrario, me alegraría... y también me sorprendería. 

—A mí no —dijo Timothy. Pero, al cabo de un cuarto de hora, su padre le dio jaque mate con cierta facilidad... y con una sensación de alivio. El muchacho no había cambiado... o había cambiado muy poco, por lo menos.

Eso pensaba Merrinoe, pero no podía estar más equivocado. El crío solo estaba preparando el terreno:

—No has jugado muy bien —acusó Timothy. 

—Te he ganado, ¿no? 

Una divertida sonrisa apareció en el rostro de Timothy. 

—Vamos a jugar otra partida. Había olvidado alguno de los trucos. 

—¿Tienes sed de venganza? —inquirió secamente el doctor Merrinoe. 

Colocó las piezas otra vez. Timothy frunció ligeramente el ceño, pareció vacilar, y finalmente dijo: 

—Si te gano, ¿me darás quince dólares? 

—¿Qué? 

—He dicho si me darás quince dólares si te gano. 

El doctor Merrinoe miró a su hijo con una grave expresión. 

—¿Y qué pasará si gano yo? 

—Te daré treinta centavos a la semana durante un año —dijo Timothy rápidamente—. Es un trato justo, ¿no? 

—Desde luego —respondió su padre, con una débil sonrisa—. Espero que esto será una lección para ti. ¿Para qué quieres los quince dólares? 

Timothy hizo una mueca. 

—Te lo diré cuando termine la partida. 

—Tú mueves —dijo el doctor Merrinoe secamente.

La partida duró un poco más de dos horas. Al principio el doctor Merrinoe movió sus piezas con cierto descuido, y luego con más cuidado. Al cabo de veinte minutos había perdido un caballo y un alfil en rápida sucesión, en tanto que Timothy se había limitado a sacrificar tres peones. Esto pareció enervar al doctor. Empezó a jugar con intensa concentración, hasta que una brillante combinación que tenía que darle la partida le costó la reina. Timothy, por su parte, había vuelto a coger la novela y se absorbió en ella entre movimiento y movimiento. Casi con pesar administró el coup de grace al mismo tiempo que llegaba al final del capítulo diecisiete. 

El pobre profesor Merrinoe había ansiado tener un hijo que fuera brillante intelectualmente. Para su desgracia sus deseos se convirtieron en realidad. Esos quince dólares ganados al ajedrez permitieron que su hijo se embarcara en las más disparatadas, pero exitosas,  investigaciones científicas: la invisibilidad, la antigravedad... Merrinoe pasaría mucho tiempo en adelante calculando cuánto le costaría sobornar a su hijo para que pusiera freno a sus ideas.

En El cerebro infantil que, como habrán deducido de las líneas precedentes, es un cuento humorístico sobre los incipientes cerebros electrónicos de mediados del siglo XX, se apuesta decididamente por el ajedrez como piedra de toque de la inteligencia —según sentencia de Goethe—. No debe ser ajeno a este hecho que el gran pionero de la Inteligencia Artificial, el británico Alan Turing (1912-1954), tomara el ajedrez como ejemplo de lo que los algoritmos y los computadores podían llegar a hacer. Y ya sabemos lo que han llegado a hacer: en nuestros bolsillos albergamos un teléfono capaz, entre otras muchas cosas, de derrotar al Campeón del Mundo humano de ajedrez; y la IA gobierna, a veces de manera aterradora, nuestras vidas.

Sin embargo, lo que el cuento apunta es a que los inteligentes juegan bien al ajedrez. La inteligencia sería un atributo necesario para jugar bien al ajedrez. Por ello, Timothy pasa de ser un niño que pierde fácilmente ante su padre a ser intratable ante el tablero cuando se «vuelve» inteligente por la intervención de Peeping Tom. En la realidad hay un encendido debate sobre el tema —no está claro si el ajedrez desarrolla la inteligencia o simplemente es una disciplina que atrae a las personas inteligentes—, pero en el mundo del arte no hay duda: el ajedrez es para inteligentes.


 

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