Los casos de fotógrafos «ocultos» son relativamente frecuentes en la Historia de la Fotografía. No nos referimos a fotógrafos olvidados. Fotógrafos cuyo recuerdo se ha ido perdiendo con el paso de los años y duermen el sueño de los justos esperando que un historiador u otro fotógrafo los recupere. Esperando que alguien vea su obra con otros ojos, que sepa mirar de otra forma, que sepa ver lo que nadie ha visto. Estos se sabe, o se supo, que habían sido fotógrafos, que su obra existía y simplemente han sido olvidados. Por ejemplo, Eugène Atget, uno de los grandes hoy en día, recuperado gloriosamente por los surrealistas. O en España, Virxilio Viéitez, recuperado de forma no menos gloriosa por su propia hija.
No, nos referimos a fotógrafos que nadie sabía que eran fotógrafos, quizá aparte de alguien de su círculo más íntimo, que no contaban para ninguna Historia de la Fotografía, que no figuraban en ninguna antología, que no han expuesto en ninguna sala. Vamos que no «existían» para el mundo hasta que un hallazgo casual los mete de lleno en la atención del público.
Los casos más conocidos son los de Miroslav Tichý (1926-2011) y el de Vivian Meier (1926-2009)
Tichý fue un vagabundo checo, tenido por enfermo mental, que pasó gran parte de su vida en la indigencia, entrando y saliendo de presidios y manicomios. En 1960 construyó una cámara con materiales recogidos de la basura y se dedicó a retratar mujeres, solo mujeres, durante el resto de su vida. Revelaba las películas como buenamente podía y las imprimía de igual forma. Ya en el siglo XXI, el crítico Harald Szeemann descubrió su obra, que no ha dejado de revalorizarse desde entonces. Consuela pensar que Tichý pudo disfrutar unos años del reconocimiento de la crítica, aunque a él no le importó gran cosa. Ni siquiera asistió a las exposiciones que se hicieron con su obra.
Menos suerte tuvo en este aspecto la niñera norteamericana Vivian Meier. El descubrimiento de su obra fue posterior a su muerte. Un lote de negativos sin revelar, comprado en una subasta, fue el detonante. El comprador reveló algunos y empezó a mostrar las fotos. Quiso la suerte que un historiador de la fotografía alertara de su valor. La investigación subsiguiente sacó a la luz una obra de 100 000 negativos de los que una gran cantidad estaba sin revelar. Meier, niñera como hemos dicho, dedicó todo su tiempo libre a hacer fotografías. Una fotografía directa, de gente en la calle, con especial predilección por los niños y una enorme pasión por el autorretrato. Una obra de gran belleza y un personaje fascinante y misterioso.
Últimamente se ha unido al grupo una fotógrafa de San Petersburgo, Masha Ivashintsova (1942-2000), de sorprendentes concomitancias con Vivian Meier. Al contrario que Meier, Masha estuvo bien relacionada con los círculos intelectuales de su ciudad. Se relacionaba con poetas y con artistas y tenía una activa vida social. Al igual que Meier, tomaba fotografías sin parar y, lo mismo que ella, no las enseñaba y en su mayor parte no las revelaba. En 2000, a su muerte, sus pertenencias quedaron arrumbadas en el ático del domicilio familiar. Solo 17 años después su hija las descubrió y empezó a divulgarlas. 30 000 negativos sin revelar que mostraron una obra centrada en retratar a la gente en la calle, y con un gusto especial por autorretratarse en cualquier superficie reflectante que le saliera al paso. Un fotografía directa y franca y que lograba que sus retratados le devolvieran una idéntica franqueza.
Franqueza que encontramos en esta fotografía tomada en 1978 en Orehovo, en la extinta Unión Soviética, en la que vemos a un matrimonio jugando una partida de ajedrez y que es el motivo de la entrada de hoy.
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