lunes, 10 de julio de 2017

OCÉANO MAR

Océano Mar es la segunda novela del narrador italiano Alessandro Baricco, célebre sobre todo por  la archiconocida novela Seda. En ella, acunados en el vientre del mar, en el vientre de la mar océana, se nos presenta una singular nómina de extraordinarios personajes. Un pintor que harto de trabajar para ricos se retira a pintar el mar con agua de mar, lo que produce lienzos indefectiblemente blancos. Un científico empeñado en encontrar el límite de las cosas que escribe cartas sin dirección, que posteriormente guarda, porque está seguro de que aparecerá una mujer a la que entregárselas. Y aparecer, aparece. Pero son dos, gemelas, y no sabrá descubrir de cuál de las dos se ha enamorado. Un religioso cuya lengua traiciona constantemente a su pensamiento, haciéndole decir cosas insólitas. Una hermosa mujer, confinada por su celoso marido, en una pensión costera. Una adolescente aquejada de una extraña enfermedad que busca en el mar la sanación o la muerte. Y los supervivientes de un famoso naufragio que cultivan en su pecho un feroz rencor.

En un momento dado, un almirante cuyo trabajo es dar veracidad —o no— a las historias que cuentan los marineros de los siete mares, vive una terrible aventura. Esta: 
Le acaeció al almirante Langlais, algún tiempo después de la llegada de Adams, el hallarse en la fastidiosa y banal necesidad de jugarse la vida en un desafío de ajedrez. Junto a su pequeño séquito, fue sorprendido en campo abierto por un bandolero tristemente famoso en la zona por su locura y la crueldad de sus hazañas. En aquella circunstancia, sorprendentemente, se mostró propenso a no ensañarse con sus víctimas. El único retenido fue Langlais, y dejó que los demás volvieran atrás con la misión de reunir la suma, desmesurada, del rescate. Langlais se sabía lo suficientemente rico para poder comprar su libertad. Lo que no podía prever era si el bandolero tendría la suficiente paciencia para saber esperar la llegada de todo aquel dinero. Sintió sobre él, por primera vez en su vida, un punzante olor a muerte.
Pasó dos días vendado y encadenado a un carro que no dejaba nunca de viajar. Al tercer día, lo hicieron bajar. Cuando le quitaron la venda, se encontró sentado frente al bandolero. Entre los dos había una pequeña mesa. Sobre la mesa, un tablero de ajedrez. El bandolero fue lapidario en sus explicaciones. Le concedía una oportunidad. Una partida. Si ganaba, quedaría libre. Si perdía, lo mataría.
Langlais intentó que razonara. Muerto no valía ni un duro, ¿por qué desperdiciar una fortuna semejante?
—No os he preguntado lo que pensáis de ello. Os he pedido un sí o un no. Daos prisa.
Un loco. Aquel era un loco. Langlais comprendió que no tenía elección.
—Como vos queráis —dijo, y bajó la mirada hacia el tablero. No le costó mucho constatar que el bandolero estaba loco, pero con una locura brutalmente astuta. No sólo se había reservado las piezas blancas —hubiera sido estúpido pretender lo contrario—, sino que jugaba, él, con una segunda reina ordenadamente colocada en lugar del alfil derecho. Curiosa variante.
—Un rey —explicó el bandolero señalándose a sí mismo— y dos reinas —añadió burlón, señalando a las dos mujeres, en verdad hermosísimas, que estaban sentadas a su lado. La ocurrencia desencadenó entre los presentes risas desenfrenadas y generosos gritos de complacencia. Menos divertido, Langlais volvió a bajar la mirada pensando que estaba a punto de morir de la manera más estúpida posible.
 
El primer movimiento del bandolero hizo que volviera el silencio más absoluto. Peón de rey avanza dos casillas. Le tocaba a Langlais. Vaciló algunos instantes. Era como si esperara algo, pero no sabía qué. Lo comprendió sólo cuando en el secreto de su cabeza oyó una voz que silabeaba con magnífica calma
—Caballo a la columna del alfil del rey.
 
Esta vez no miró a su alrededor.Conocía aquella voz. Y sabía que no estaba allí. Dios sabía cómo, pero llegaba desde muy lejos. Cogió el caballo y lo colocó delante del peón del alfil del rey.
Al sexto movimiento, tenía ya una pieza de ventaja. Al octavo, se enrocó. Al undécimo, era el dueño del centro del tablero. Dos movimientos más tarde, sacrificó un alfil, lo que le llevó, en el movimiento siguiente, a comerse la primera de las reinas adversarias. La segunda quedó atrapada con una combinación que —era consciente de ello— habría sido incapaz de realizar sin la puntual guía de aquella absurda voz. A medida que iba resquebrajando la resistencia de las piezas blancas sentía crecer, en el bandolero, una cólera y un desvarío feroces. Hasta llegó a temer la victoria. Pero la voz no le daba tregua.
Al vigésimo tercer movimiento, el bandolero le ofreció en sacrificio una torre, con un error tan evidente que parecía una rendición. Se disponía automáticamente a aprovecharlo cuando oyó que la voz le sugería de modo perentorio
—Cuidado con el rey, almirante. ¿Cuidado con el rey? Langlais se bloqueó. El rey blanco permanecía en una posición absolutamente inocua, detrás de los restos de un chapucero enroque. ¿Cuidado con qué? Miraba el tablero y no comprendía.
Cuidado con el rey.
La voz permanecía en silencio.
Todo estaba en silencio.
Unos cuantos instantes.


Después Langlais comprendió. Fue como un rayo que le cruzó por el cerebro un instante antes de que el bandolero extrajese de la nada un cuchillo y, rapidísimo, buscara con la hoja su corazón. Langlais fue más rápido que él. Le bloqueó el brazo, consiguió arrancarle el cuchillo y, como para concluir el gesto que él había empezado, le sajó la garganta. El bandolero se desplomó al suelo. Las dos mujeres, horrorizadas, huyeron de allí. Todos los demás parecían petrificados por el estupor. Langlais mantuvo la calma. Con un gesto que a continuación no habría dudado en juzgar inútilmente solemne, cogió el rey blanco y lo tumbó sobre el tablero. Después se levantó, con el cuchillo bien aferrado en el puño, y se alejó lentamente del tablero. Nadie se movió. Montó en el primer caballo que encontró. Echó una última mirada a aquella extraña escena de teatro popular y se marchó de allí. Como a menudo sucede en los momentos cruciales de la vida, se descubrió capaz de un único pensamiento, del todo insignificante: era la primera vez —la primera— que ganaba una partida jugando con las negras.   
Sobre las ilustraciones:

El dibujante Guido Crepax empleó a su personaje más conocido, la celebérrima Valentina, para dar un repaso a la literatura contemporánea en la serie Valentina legge (Valentina lee), publicada en la revista Linus entre 1993 y 1994. Crepax siempre demostró mucho interés por la literatura y en su obra son frecuentes las referencias literarias cuando no directamente las adaptaciones de clásicos de la literatura.

FICHA TÉCNICA
ALESSANDRO BARICCO
OCÉANO MAR (OCEANO MARE)
ANAGRAMA. BARCELONA, 1999
TRADUCCIÓN DE XAVIER GONZÁLEZ ROVIRA Y CARLOS GUMPERT

GUIDO CREPAX
VALENTINA LEGGE. LA BIBLIOTECA DI CREPAX
MONDADORI. MILANO, 2015



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