Los geniecillos dominicales (1965) es la segunda novela del peruano Julio Ramón Ribeyro (1929-1994), considerado de forma casi unánime uno de los grandes cuentistas iberoamericanos. En el prólogo a la segunada edición peruana de esta novela, Washington Delgado dice que significó el cambio entre una novela clásica, de tema agrario, factura realista y enfoque épico a una novela moderna de tema urbano, subjetiva, sicológica y centrada en las clases medias de las ciudades.
Un estudiante de Derecho con veleidades literarias, Ludo Totem, es el protagonista de la novela. En ella se cuenta su descenso a los infiernos que va en paralelo a la decadencia de su otrora prominente familia. Un descenso en el que se enreda en toda suerte de actividades disparatadas: organizar una orgía, cortejar a una protituta o perseguir a pequeños delincuentes por cuenta de un abogado de prestigio. Acompañado de un grupo de personajes tan perdidos como él —los geniecillos dominicales del título— y por una patulea de seres cínicos tan asociales como amorales, Ludo recorre la noche limeña en un viaje sin sentido ni esperanza.
Todo lo que emprende le sale mal: la orgía se convierte en un patético intento de violación, el macró de la prostitua le propina una tremenda paliza para que deje de molestarla y pierde todos los casos que el abogado le encarga. Desnortado, se abisma en una espiral autodestructiva que bordea el delito o el crímen.
A lo largo de la historia se hacen diversas referencias al ajedrez. Su hermano Armando tiene un tablero en su cuarto y juega con frecuencia. De hecho, prácticamente todo lo que hace es jugar al ajedrez o entregarse a la molicie. Esto lleva a Ludo a preguntarse si su hermano no será una suerte de sabio o de filósofo: «un libro inútil, una partida de ajedrez, un cine por las noches y luego la cama solitaria»; así es su vida.
Ludo también se deja arrastrar por el juego en «tormentosos torneos» disputados con sus amigos bien provistos de alcohol y de tabaco. En medio de la deriva que lleva su existencia...
...Ludo se aprestaba a echar una mirada al tablero, pensando en ese momento que el atractivo de este juego consistía en que nos daba una imagen simplificada de la vida, sometida a reglas estrictas y perfectamente lógicas.
Así pues, como se ha especulado con frecuencia sobre determinados caracteres obsesionados con el ajedrez, lo que Ludo encontraba en el tablero era lo que no encontraba en la vida: orden. La posiblidad de una existencia vicaria, en un mundo ordenado, limpio y mensurable. Según avanza en su proceso autodestructivo, incide en la misma idea.
Allí está el secreto, pensó Ludo al pasar por delante del cuarto de Armando, se convierte la vida en piezas, se la miniaturiza, se la vive cada vez sobre el tablero, se la reproduce, se la corrige, se le encuentra una explicación, en una palabra, se la domina.
Ludo desearía poder vivir su vida como si fuera un juego, un juego que permitiera otros comienzos, un juego en el que se pudiera empezar de cero constantemente y emplear lo aprendido en las partidas precedentes. Pero, evidentemente, la vida no funciona así. A veces, ni siquiera el ajedrez.
Julio Ramón Ribeyro jugando al ajedrez con sus hijos |
FICHA TÉCNICA
JULIO RAMÓN RIBEYRO
LOS GENIECILLOS DOMINICALES
EDITORIAL MILLA BATRES. LIMA, 973
JULIO RAMÓN RIBEYRO EN ARTEDREZ
No hay comentarios:
Publicar un comentario