miércoles, 18 de octubre de 2017

SOLO EN BERLÍN DE HANS FALLADA


Alcohólico, morfinómano, estafador y carne de psiquiátrico durante gran parte de su vida, el escritor alemán Hans Fallada sin embargo —o gracias a ello, ¿quién sabe?— dejó una de las novelas más conmovedoras sobre la dignidad humana que se hayan escrito jamás. Solo en Berlín, escrita compulsivamente en algo menos de cuatro semanas y terminada solo tres meses antes de su prematura muerte, es la historia, inspirada en hechos reales, de un matrimonio que, en lo peor de la II Guerra Mundial, emprendió en solitario una forma de resistencia pasiva frente al nazismo.

La muerte en el frente del hijo de la pareja desencadena el drama. Lo que sigue es una disección minuciosa de lo que ocurre en el alma de los hombres bajo las dictaduras. Sospechas, deslealtad, denuncias, traiciones, miedo, terror, pánico... El régimen nazi actuó como una apisonadora sobre las conciencias e impuso un reinado de terror del que pocos supieron o quisieron sustraerse. Sin embargo, los hubo; hubo personas que contra toda esperanza, condenados de antemano, en una lucha oscura y desigual, se enfrentaron al imponente aparato policial y a la propia sociedad anestesiada, aunque a lo máximo que aspiraran, en palabras de una de las protagonistas de la la novela, fuera a conservar la decencia. «Su logro en la vida —se dice— habrá sido no perder la decencia». O al menos —como comenta el director de orquesta Reichhardt, personaje que cobrará protagonismo cuando el ajedrez entre en escena— «al menos usted se opuso al mal». Magras pero infrecuentes aspiraciones. 

La forma de lucha del matrimonio consistirá en escribir tarjetas postales, de gramática desmañada y ortografía solo regular, con lemas contra el régimen, contra la guerra, contra el Führer y dejarlas en lugares públicos. Pese a lo que ambos esperan, que las tarjetas circulen y contribuyan a despertar las conciencias, sus esfuerzos son baldíos. Aquellos que encuentran las tarjetas, aterrados, solo atinan a entregarlas lo antes posible a la policía y alejar de sí mismos las sospechas. Durante unos meses, logran mantener su actividad; luego, un día, son sorprendidos, detenidos, juzgados, condenados a muerte y ejecutados. Sí, por escribir unas tarjetas postales.

La segunda parte de la novela habla de la estancia del matrimonio (Quangel en la novela, Hampel en la realidad) en las cárceles de la Gestapo. Omito describir las torturas, la fragilidad del cuerpo humano, la debilidad de las personas ante el dolor, la deshumanización de los carceleros, la parodia de la justicia, la miseria moral de los poderosos, el silencio culpable de las instituciones ciudadanas... Todo ello ha sido descrito muchas veces en muchos medios y es de sobra conocido. Prefiero centrarme en algo que ocurre en el alma del protagonista durante su cautiverio y que tiene que ver con el poder redentor del ajedrez.

Otto Quangel sufre un doble proceso de cambio en la novela. El primero es su decisión de luchar contra el nazismo. Como otros muchos vio con indiferencia el ascenso de los nacionalsocialistas; la constatación, sin embargo, de que los jerarcas del partido actuaban con una premeditada injusticia y la muerte de su hijo le empujaron a luchar contra el poder. Sin embargo, Otto Quangel seguía siendo un hombre duro y seco, taciturno y callado, que jamás se había permitido la más mínima concesión al ocio o a las distracciones; un hombre para el que cualquier gasto que no fuera estrictamente necesario para las mantenencias cotidianas estaba fuera de lugar; un hombre para el que solo existía el trabajo y la disciplina —y que, por si fuera poco, había arrastrado a su familia en esta rigurosa concepción de la existencia—; un hombre que prohibía hablar a su mujer para disfrutar del silencio; un hombre, en definitiva, que pese a amar a su manera a su familia jamás había manifestado el menor gesto de ternura ni por su mujer ni por su hijo ni por nadie.

En cierto momento, Otto Quangel es encerrado en la misma celda que un director de orquesta, apellidado Reichhardt, a quien llaman el Maestro. Reichhardt, que es todo lo contrario que Quangel, mundano, sofisticado, culto, pero que ha terminado en el mismo sitio que él y por idénticos motivos, por no plegarse al poder, operará una enorme influencia sobre su manera de entender el mundo.  El músico se presenta a sí mismo en los siguientes términos:
—Compórtese como si estuviera solo, si así lo prefiere —dijo después—. Yo no lo molestaré. Leo mucho. Juego solo al ajedrez. Hago gimnasia para mantener el cuerpo sano. A veces canturreo entre dientes, pero en voz muy baja; está prohibido, claro está. ¿Le molesta eso?
Y en la cárcel, a través del ajedrez y por mediación del maestro Reichhardt, será donde  Quangel empezará a cuestionarse su conducta vital. Todo empieza cuando se interesa por la afición al ajedrez del director de orquesta. Poco a poco aprenderá a jugar y con ello a cuestionarse si la disciplina que ha regido su vida era correcta y justa. Veamos las palabras con las que Fallada cuenta la historia: 
 —¿Por qué siempre juega al ajedrez solo, maestro? También se podrá jugar entre varios, ¿no?
—Sí, entre dos. ¿Le apetecería aprender?
—Creo que soy muy tonto para eso.
—¡Qué disparate! Podemos intentarlo. 
Y el maestro Reichhardt cerró su libro.
Así que Quangel aprendió a jugar al ajedrez. Para su sorpresa aprendió deprisa y sin dificultad. Y volvió a experimentar que lo que había pensado antes era radicalmente falso. Había juzgado un poco ridículo e infantil ver en un café a dos hombre moviendo pequeñas piezas de madera, y lo había llamado matar el tiempo, una diversión para críos. 
Ahora supo que esos movimientos de las pequeñas piezas de madera podían originar algo parecido a la dicha, claridad mental, profunda, sincera alegría por una hermosa jugada, el descubrimiento de que importaba muy poco ganar o perder, de que la alegría por una partida perdida, pero bien jugada, era mucho mayor que la que le deparaba un juego ganado gracias a un error del maestro.
Ahora, cuando el maestro leía, Quangel se sentaba frente a él, con el tablero de ajedrez y las piezas blancas y negras delante, y al lado el libro: Dufresne, «Manual de ajedrez», y ensayaba aperturas y finales. Más adelante empezó a repasar partidas de maestros enteras; su mente clara, serena, retenía sin esfuerzo veinte, treinta jugadas, y no tardó en llegar el día en que fue mejor jugador.
—Jaque mate, maestro.
—Vaya, ha vuelto a ganarme, Quangel —dijo Reichhardt inclinando su rey a modo de saludo ante su adversario—. Tiene usted madera de gran jugador.
De repente Quangel, en la celda en la que espera la muerte, siente que hay un montón de cosas que ha dejado de hacer, cosas pequeñas de las que podía haber extraído momentos dichosos para él y para los suyos, siente que cumplir estrictamente lo que el consideraba su obligación quizá no fue suficiente, que podía haber ido al teatro, que podía haber sido amable con la gente, que podía...

Hans Fallada se llamaba realmente Rudolf Wilhelm Friedrich Ditzen. Lo de Hans Fallada es un homenaje a los hermanos Grimm, Hans viene del cuento «Juan con suerte» (Hans im Glück en alemán) y el apellido del cuento «La pastora de ocas», donde hay un caballo  parlante, llamado Falada, que da un testimonio veraz de todo lo que sucede, incluso después de muerto. En tiempos de posverdad y realidades alternativas, intentar decir la verdad, como pretendió Fallada según nos muestra la elección de su seudónimo, quizá sea el último acto revolucionario a nuestro alcance.

Para finalizar, solo decir que el Dufresne mencionado en el texto es Jean Dufresne uno de los no tan infrecuentes casos de ajedrecistas más famosos por sus derrotas que por sus méritos ajedrecísticos. La derrota,  en su caso, fue la sufrida ante Adolf Andersen en 1852 en una partida conocida como «la siempreviva» (que ya ha aparecido dos veces en ARTEDREZ). Entre sus méritos, algunas hermosas victorias y el haber escrito en 1881 Kleines Lehrbuch des Schachspiels, el manual mencionado en la novela, que fue el libro de ajedrez más popular en Alemania —30 ediciones entre la fecha de publicación y el estallido de la II Guerra Mundial— y el libro con el que aprendieron a jugar al ajedrez varias generaciones de alemanes. Jean Dufresne, quizá no sea ocioso remarcarlo, era judío.


En 2013, la norteamericana Melinda Hagman se inspiró en la fotografía de Hans Fallada de 1934 que encabeza esta nota para realizar este retrato, perteneciente a una serie de retratos de escritores titulada The Authors: A Portrait Serie (2013—    ). Hagman, que había trabajado durante años en una editorial, siempre se había sentido fascinada por las fotos antiguas de los escritores que publicaban. Con el retrato de Hans Fallada dio inicio a  la serie.

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