Sobre el ajedrez.
La pasión por el ajedrez es una de las más inexplicables del mundo. Es una bofetada en la cara de la Teoría de la Selección Natural. Es la más absorbente de las ocupaciones y la menos capaz de satisfacer los deseos, una excrecencia sin nombre de la vida. Puede aniquilar a un hombre. Pongamos por caso que Ud. quiere destruir a un político prometedor o a un artista emergente. La daga o la bomba son métodos arcaicos, torpes y poco fiables, pero enséñele, inocúlele el ajedrez. Quizá porque la forma correcta de enseñar ajedrez es tan poco conocida sea por lo que en la mayoría de los casos este plan fracasa, la daga se aparta. Si todos fuéramos jugadores de ajedrez, no habría nadie que se ocupase de los negocios del mundo. Nuestros estadistas se sentarían con sus tableros de bolsillo mientras el país se va al carajo, nuestros ejércitos se enterrarían en una contemplación escaqueada, nuestros procuradores de sustento se olvidarían de sus esposas en busca de mates imposibles. El mundo entero se desorganizaría. Puedo imaginarme este abominable hipnotismo que se forja en la constitución de los hombres que hasta los cocheros conducirían sus carruajes con movimientos de caballo calle arriba y calle abajo por la carretera de Charing Cross. Aquí y allá un suicida aparecería con está patética inscripción clavada en el pecho: «di jaque con la dama demasiado pronto. No puedo soportarlo». No hay peor remordimiento que el remordimiento por el ajedrez.
Solo que, afortunadamente, como decíamos, el ajedrez se enseña al revés. La gente dispone el tablero delante del aprendiz con los trebejos dispuestos en orden de batalla, dieciséis por bando, con seis clases distintas de movimientos, y el pobre infeliz sencillamente es aplastado y apabullado. Pasan un montón de cosas, la mayoría desagradables, y al final un mate se cierne por entre la bruma de piezas. Así que se va, atemorizado pero ileso, con la intima convicción de que todos los jugadores de ajedrez son unos farsantes y de que el ajedrez inteligente, que no es ni arriesgado ni aprendido de memoria, está más allá de la inteligencia humana. Pero, evidentemente, este es un método de instrucción muy poco razonable. Antes de que el principiante pueda entender los principios del juego ya tiene que conocer el final; ¿cómo puede comenzar a jugar antes de saber a qué está jugando? Es como dar la salida a los atletas de una carrera y dejarlos a ellos que adivinen dónde está escondida la línea de llegada.
El verdadero maestro de ajedrez, el sutil envenenador, el astuto Como₁ que convierte a los hombres en ajedrecistas opera de otro modo. El nos dará un rey, la dama y un peón y los dispondrá en cualquier posición, así Ud. dominará las posibilidades de la dama y el peón sin complicaciones desconcertantes. Luego, un rey, una dama y, quizá, un alfil; un rey, una dama y un caballo; y así sucesivamente. Se asegura de que usted, en esos felices días de la infancia ajedrecística, siempre tenga una posición ganadora y pruebe el dulce placer del ajedrez, el deleite de ganar a un rival superior. A continuación, posiciones más complicadas y al final regresará al comienzo normal. Usted empezará a comprender la razón de la disposición de las piezas y comprenderá porque un gambito difiere tanto de otro en gloria y virtud. Y la manía ajedrecística de su maestro se le contagiará desde ese momento para siempre.
Es una maldición para el hombre. No hay felicidad en el ajedrez. (El señor St. George Mivart₂, que es capaz de encontrar la felicidad en los sitios más inverosímiles, se quedaría sin palabras delante de un tablero.) El delicado placer de un bonito mate es la fase menos desdichada de ello. Pero, generalmente, advertimos que deberíamos haberlo dado dos movimientos antes o que un movimiento inadvertido habría capturado nuestra dama.
Ningún jugador de ajedrez duerme bien. Después de la dolorosa estrategia del día, uno vuelve a disputarla otra vez. Se ve con mayor claridad que durante el día que era la torre y no el caballo lo que se debería haber movido. ¡No! ¡Es imposible! Ningún pecador, inocente de ajedrez, conoce esos abismos de remordimiento. Vastos tableros desiertos yacen para el jugador más allá de la puerta de los sueños. Una robusta torre se precipita sobre uno, los caballo vigilan de reojo, los peones propios están todos atados y un mate se cierne amenazador sin llegar nunca a descender. Una vez que se ha comenzado en el ajedrez de manera adecuada, es carne de tu carne, sangre de tu sangre. Te has vendido, el pacto está cerrado y el espíritu del mal ha penetrado.
La válvula de escape apropiada para la ansiedad es la práctica de los juegos y hay una clase de hombres, sombríos, tristes, de aspecto irreal, que se reúnen en los cafés y juegan con un deseo que no muere y un fuego que no se extingue. Estos, se reúnen en clubes y juegan torneos, torneos tales que los de la Mesa Redonda no podrían haber imaginado jamás. Pero hay otros que tienen el vicio pero viven en el campo, en lugares remotos —curas, maestros, recaudadores de impuestos— que se consumen día a día sin encontrar la compañía adecuada y que necesitan encontrar una ventilación artificial para su energía mental. Nadie ha calculado cuántos problemas correctos son posibles y no hay duda de que la gente de Investigación Psicológica estaría agradecida de que el profesor Karl Pierson₃ prestara atención al asunto. Todas las posibles disposiciones de las piezas alcanzan un número tan vasto, sin embargo, que de acuerdo a la teoría de las probabilidades, y permitiendo unos cuantos miles de posiciones cada día, el mismo problema no debería aparecer más de dos veces en un siglo. Precisamente —y ello debe ser causado por algún defecto en la teoría de las probabilidades— el mismo problema encuentra el modo de aparecer en diferentes publicaciones varias veces en un mes. Puede ser, por supuesto, que después de todo el número de problemas correctos sea limitado y que continuamos inventándolos y reinventándolos, y si se llevara un registro, todo el sistema, hasta cuatro o cinco movimientos, podría clasificarse y contabilizarse en el transcurso de unos pocos años. Realmente, si elimináramos aquellos movimientos evidentemente malos descubriríamos que el número de partidas razonables se habría limitado bastante y que incluso nuestro brillante Lasker no está sino repitiendo la inspiración de algún persa enterrado hace mucho tiempo, de algún indio sobre el que ha caído un ignominioso silencio, muertos y olvidados hace siglos. Puede que sobre cada partida de ajedrez penda la mirada de los precursores olvidados de los jugadores y que el ajedrez sea realmente un juego muerto, un juego embrujado, desarrollado hace siglos como, sin ninguna duda, es el juego de las damas.
El temperamento artístico, el elemento alegre e irresponsable de la mente, hace lo que puede para aligerar la gravedad de este juego tan intelectual. Para un mortal hay algo indescriptiblemente horrible en esos campeones con sus cuatro movimientos por hora —la simple idea de esas operaciones mentales durante quince minutos le da a uno un poco de dolor de cabeza—. El movimiento rápido y obligatorio es la clave de la alegría y por ello, aunque veneramos a Steinitz y a Lasker, es a Bird a quien amamos. Sus victorias resplandecen. Sus errores son magníficos. El verdadero placer del ajedrez, si es que esconde alguno, es ver arrebatada una victoria, por alguna feliz impertinencia, de la sombra de un aparente desastre. Y hablando de alegría recuerdo la histórica partida de ajedrez de Lowson. Lowson dijo que en ocasiones había sido alegre... !estando borracho! ¡Qué dios nos libre! Retado, él hubiera probado mediante alguna pequeña prueba de pronunciación, algunas contraseñas de los buenos templarios. Se ofreció a caminar por la acera, a resolver cualquier problema de matemáticas que pudiera concebir y finalmente a jugar al ajedrez con MacBryde. El otro caballero fue designado juez y después de ponerse el antimacassar₄ en la cabeza se desplomó dormido en el sofá. El juego empezó con gran solemnidad, según me han dicho. MacBryde, según me contó después, balanceaba sus manos jugueteando con sus dedos de forma extraña, y dijo que la partida fue así. El juego fue fiero pero breve. Se descubrió que ambos reyes habían sido capturados. Lowson fue difícil de convencer, pero esto se le vino a la cabeza. «Tío», se dice que dijo a MacBryde, «estoy borracho. No hay la menor duda. Me avergüenzo de mi mismo». Se acordó declarar la partida tablas. La posición, tal y como la vi a la mañana siguiente, era muy interesante. La dama de Lowson estaba en seis caballo de rey y el alfil en tres alfil dama, tenía varios peones y su caballo ocupaba una posición dominante en la intersección de cuatro casillas. MacBryde tenía cuatro peones, dos torres, la dama, una dama de damas y un pequeño mantel ornamental dispuesto en semicírculo a través del tablero. No tengo ninguna duda de que los exquisitos del ajedrez se burlan de esta posición, pero en mi opinión es una de las más divertidas que he visto jamás. Recuerdo que la admire un largo rato, a pesar de un ligero dolor de cabeza y aún hoy es la única partida de ajedrez que recuerdo con genuino placer. Y he jugado muchas partidas.
La diatriba contra el ajedrez que acaban de leer es una obra de H. G. Wells (1866-1946), publicada en 1897 dentro de la colección de ensayos Certain Personal Matters (Algunos asuntos personales).
Para clarificar algunos puntos del texto, hemos redactado las siguientes notas:
2. Charles Mivart fue un biólogo inglés que intento hacer compatible el evolucionismo con la religión, con el resultado de ser condenado por ambas creencias.