La poeta y el asesino es un libro de Simon Worrall que relata sus investigaciones sobre la figura de uno de los mayores falsificadores de la Historia: Mark Hofmann (1954).
Dotado de un talento inmenso para imitar caligrafías, con conocimientos técnicos y químicos que le permitían envejecer documentos, fabricar tintas y pegamentos, y con una capacidad de trabajo sorprendente, Hofmann se dedicó a falsificar cartas manuscritas y dedicatorias de una cantidad ingente de personalidades norteamericanas (la mayoría de los falsificadores se especializa en una o dos figuras).
La lista es asombrosa: George Washington, John Adams, John Quincy Adams, Daniel Boone, John Brown, Andrew Jackson, Mark Twain, Nathan Hale, John Hancock, Francis Scott Key, Abraham Lincoln, John Milton, Paul Revere, Myles Standish y Button Gwinnett. De postre, se inventó un poema de Emily Dickinson.
La mayoría de estas falsificaciones logró engatusar a expertos, peritos de las grandes casas de subastas, —Worral, por cierto, pone a las casas de subastas como chupa de dómine— bibliotecarios y todo el conjunto de personas encargadas de velar por la conservación del patrimonio histórico. Hasta el punto de que si se sabe que algún documento ha pasado por sus manos, y pasaron cientos porque se dedicaba a la compraventa de antigüedades, queda descartado automáticamente para ser subastado o entrar en cualquier colección mínimamente seria. Se teme que muchas prestigiosas instituciones aún alberguen a día de hoy falsificaciones de Hofmann.
Pero donde Hofmann se superó a si mismo fue en la falsificación de documentos fundacionales de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días: los mormones. Mormón él mismo, pero desengañado de la fe de sus mayores, se dedicó a amargar la vida de los dirigentes mormones. Les advertía que había llegado a sus manos algún documento muy comprometedor, presuntamente escrito directamente por alguno de los primeros dirigentes de la secta. Los dirigentes ofrecían el oro y el moro con tal de hacerse con el documento comprometedor y hacerlo desaparecer. Pero daba lo mismo, Hofmann se encargaba de filtrarlo a la prensa. Así, cobraba de los mormones y al mismo tiempo minaba la credibilidad de la iglesia. Todo el proceso se repitió varias veces. Los mormones picaban una y otra vez.
En el caso que nos ocupa, para contrariedad de los que creen en la capacidad preventiva del delito que tiene el ajedrez, el villano era ajedrecista.
Hofmann era por naturaleza una persona lógica que contemplaba el mundo que lo rodeaba a través de la lente del pensamiento crítico. Por eso le gustaban la química y las matemáticas. Por eso también creía en el darwinismo. Eran sistemas racionales de pensamiento en los que podía confiar. Por eso le divertía el ajedrez.
Cuando la espiral de mentiras, chanchullos y engaños amenazó con engullirle, Hofmann recurrió al asesinato. Simplemente para despistar, sin que hubiera nada personal en los crímenes. Descubierto, cumple una sentencia de cadena perpetua.
En la cárcel sigue entregado al ajedrez.
Hofmann se ha convertido en un experto jugador de ajedrez y escribe regularmente una columna llamada «La esquina de ajedrez de Hofmann» para la revista de la prisión. Una de estas, que trata sobre las clavadas, puede tomarse como metáfora de su vida. «Una clavada es un ataque contra una pieza de ajedrez que promete otra todavía más valiosa —escribe—. Hay dos tipos de clavadas: la absoluta y la relativa. La pieza clavada generalmente está indefensa contra cualquier presión añadida y, por tanto, se convierte en un blanco gratificante… Uno de los signos más claros de un maestro es la creación de una clavada o de otra posibilidad táctica cuando todavía no hay ninguna.»
LA POETA Y EL ASESINO
IMPEDIMENTA. MADRID, 2002
TRADUCCIÓN DE BEATRIZ ANSÓN
No hay comentarios:
Publicar un comentario