Entre el temor a los pecados de la carne y el vicio del ajedrez transcurre la vida de Aloiz Bauer, un joven sacerdote que acaba de tomar posesión de una parroquia en una pequeña localidad italiana de la provincia de Bolzano.
Realmente, en el juego busca una defensa ante la lujuria y cree que el estudio del ajedrez (juego en el que destacó en el seminario y del que hizo voto de alejarse mientras duraran sus estudios por la virulencia con la que le afectó la pasión) le mantendrá a salvo del amor que le declara, amparada en la penumbra del confesionario, una joven feligresa.
Este es el arranque de L'Ultima traversa (La octava fila) una novelita de apenas setenta y cinco páginas de Paolo Maurensig (1943-2021) que no ha merecido todavía ser traducida al español, aunque lleva ya varias ediciones en italiano.
Cuando nuestro párroco necesita un rival —pronto se da cuenta de que no tiene sentido jugar solo—, lo encuentra en un viejo y excéntrico judío alemán que vive en las cercanías de su localidad y que es nada más y nada menos que Daniel Harrwitz, aunque nadie en la región (y menos nuestro párroco) sabe que este había sido unos años antes (la acción transcurre en 1883) uno de los mejores ajedrecistas del mundo.
Pese al celo de Aloiz, que va a la capital para comprar libros de ajedrez, solo para descubrir que el libro que encuentra lo firma su rival, pese a robar tiempo a la feligresía para estudiar ajedrez, sus enfrentamientos con Harrwitz son catastróficos. Pierde todas las partidas que disputan con rotundidad y culmina sus enfrentamientos con una estrepitosa derrota en la que el alemán jugó la partida a la ciega y tras la cual el párroco renegó del juego.
En las pocas páginas de este libro, Maurensig logra meter con gran habilidad un buen número de tópicos ajedrecísticos. Veamos las reflexiones del padre Bauer en un momento de la novela, cuando ya desespera de encontrar un rival:
Por un momento pensó que debería enseñar el juego él mismo, imponer su estudio como una suerte de penitencia, persuadir a sus parroquianos a abandonar las cartas para dedicarse a un pasatiempo más noble. Ya se veía en su homilía dominical hablando de cuanto podía el espíritu elevarse en presencia del ajedrez y como el juego del ajedrez se asemejaba a la vida. ¿No ya sus colores, el blanco y el negro, nos hacen pensar en la eterna lucha entre el bien y el mal? ¿Y no simbolizan sus varias piezas los diferentes papeles que desempeñamos en la vida, del más poderoso al más humilde, del soberano al simple campesino? Y después, cuando el juego ha acabado, ¿no salen las piezas del tablero y reposan en una caja, como les pasa a los hombres en la sepultura? Además, en la fatigosa marcha de los peones, ¿no hay una espléndida metáfora del ascenso espiritual, en el que la octava fila del tablero representa la muerte y el premio final? Sí, el juego del ajedrez merece toda la dedicación y empeño posible. ¿Qué otra cosa es si no una forma de oración?
Pese a que Maurensig dice en la introducción que el papel desempeñado por Daniel Harrwitz en la novela es totalmente imaginario, se nota que el novelista hizo un buen trabajo de documentación.
Daniel Harrwitz (1821-1884) fue efectivamente uno de los mejores jugadores del mundo en una época en la que no existía todavía la figura de campeón del mundo de ajedrez. Su carrera deportiva empezó en Inglaterra donde perdió un match contra Howard Staunton (1810-1874), pero entabló con Adolf Anderssen (1807-1885) y venció a Bernhard Horwitz (1807-1885). Posteriormente, se trasladaría a París para jugar en el celebérrimo Cafe de la Régence donde derrotó a Jules Arnous de Rivière (1830-1904) y perdió con Paul Morphy en 1858 abandonando el match después de cinco derrotas consecutivas, pero bueno, con Morphy perdían todos y él fue capaz de ganarle dos al norteamericano. Poco después de su derrota con Morphy y habiendo heredado de su padre una considerable fortuna, se retiró a Bolzano, entonces territorio austriaco, donde murió en 1864.
Efectivamente, como se dice en la novela, Harrwitz publicó en 1862 en Berlín Lehrbuch des Schachspiels (Manual de ajedrez), donde el protagonista de la novela descubre la predilección de Harrwitz por el gambito de rey. El alemán también tenía, al parecer, la lengua tan afilada como su apertura favorita y pocos de los ajedrecistas que lograron ganarle se libraron de sus invectivas. En las partidas amistosas que juega en la novela, repite la misma fórmula cuando su rival ya no tiene piezas para evitar el mate:
Toc, toc. ¿Hay alguien en casa? Jaque mate.
También queda clara en el libro la costumbre de la época de conceder ventaja (bien de material, bien de tiempos) a los rivales más débiles para equilibrar la fuerzas. En este caso, recurriendo a una anécdota que yo siempre he oído referida a Alexander Alekhine (1892-1946), el cuarto campeón del mundo de ajedrez.
—Permítame, reverendo, cederle jugar con las blancas. Y, además de la ventaja de la salida, darle también un peón.
—Escuche... si ni siquiera me conoce.
—Por eso mismo, porque su nombre no me dice nada, creo que debo concederle ventaja.
—Pero yo tampoco he oído hablar nunca de usted.
—En ese caso, creo que debería darle además un caballo.
Y también está acreditada su habilidad en el juego a la ciega. Lo que probablemente sea fruto de la imaginación de Maurensig sea el rechazo al ajedrez experimentado por el maestro alemán al final de su vida. Aunque es verdad lo que dice el texto:
La tumba de Daniel Harrwitz se encuentra en el cementerio judío de Bolzano. Una columna truncada, rodeada de de una baja reja de hierro. No hay en ella ninguna referencia al ajedrez.
Extraña omisión para un grande del juego.
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Tumba de Daniel Harrwitz en el cementerio judío de Bolzano |
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Aquí descansa nuestro buen hermano y tío Profesor D. Harrwitz. Nacido en Breslau el 22 del 2 de 1821 Muerto en Bolzano el 2 del 1 de 1884 |
FICHA TÉCNICA
PAOLO MAURENSIG
L'ULTIMA TRAVERSA
BARBERA. SIENA, 2012
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