Los ajedrecistas, rojo y blanco hueso, estaban ya alineados, listos para empezar, con esa mirada aguda, capaz y complicada que siempre muestran al inicio de una partida. Eran las diez de la noche, yo estaba en mi apartamento, tenía la pipa en la boca, una bebida al alcance de la mano y ninguna otra cosa en mente que dos asesinatos y el misterio de que la señora Elizabeth Bright Murdock hubiera recuperado su doblón Brasher mientras yo lo tenía en mi bolsillo.
Abrí un libro en rústica de partidas de campeonatos publicado en Leipzig, escogí un gambito de dama de aspecto enérgico, moví el peón de la dama a la cuarta casilla y entonces llamaron a la puerta.
(...)
-¿Juega mucho al ajedrez? –preguntó mirando a las piezas.
-No mucho. De vez en cuando me entretengo con una partida, resolviendo posiciones.
-No mucho. De vez en cuando me entretengo con una partida, resolviendo posiciones.
-¿Es que no hacen falta dos para jugar?
-Juego con partidas de torneo ya publicadas. Hay mucha literatura sobre ajedrez. De vez en cuando resuelvo problemas. No es jugar, estrictamente hablando. ¿Y a qué viene que hablemos de ajedrez? ¿Un trago?
(...)
Era de noche. Me fui a casa, me puse ropa vieja, coloqué las piezas de ajedrez, me serví un trago y jugué otra partida de Capablanca. Cincuenta y nueve movimientos. Un ajedrez bonito, frío y despiadado, casi espeluznante en su silenciosa implacabilidad.
Cuando terminé, me quedé escuchando los ruidos de la calle que llegaban por la ventana abierta y oliendo el aire de la noche. Luego me llevé el vaso a la cocina, lo aclaré, lo llené de agua helada y me quedé de pie junto al fregadero dando sorbitos y mirándome en el espejo.
-Tú y Capablanca –dije.
RAYMOND CHANDLER
LA VENTANA ALTA
DEBATE. MADRID, 1991
TRADUCCIÓN DE FRANCISCO PÁEZ DE LA CADENA1ª EDICIÓN. THE HIGH WINDOW. KNOPF. NEW YORK, 1942