En el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, el popular Sofidú, está exponiendo estos días el artista brasileño José Damasceno (desde el 8 de febrero hasta el 19 de mayo de 2008, para quien nos lea en el futuro)
La obra de Damasceno tiene la peculiaridad de que no se muestra en las salas de exposición dispuestas para tal fin sino que busca los espacios de tránsito: pasillos, escaleras, incluso las tiendas de souvenirs sin las que parece que ningún museo tenga sentido hoy en día. Es decir, aquellos espacios donde el público no espera encontrarse con una obra de arte. La intención es crear una relación distinta con el espectador, interactuar con él y establecer una forma nueva de diálogo con la obra.
La muestra -Coordenadas y apariciones se llama- está compuesta por nueve intervenciones, dentro y fuera del museo, que proponen un recorrido distinto del habitual en el antiguo Hospital de San Carlos.
Una de ellas, y el motivo de que estemos hablando de esto aquí hoy, es “Primer Motín”: una obra que está compuesta por centenares de piezas de ajedrez que se disponen por los muros del pasillo del segundo piso del museo.
La impresión que causan tantas piezas juntas recuerda un motín, quizá una revolución, o una manifestación (a mí, no sé porqué, me recuerdan a los cuadros de manifestaciones de Canogar) pero también a los grupos de personas que se reúnen aleatoriamente a la salida de un evento deportivo o festivo, comentando las incidencias de la jornada.
A favor de la tesis revolucionaria está Borja Villel, director del museo, que apuntó que “el artista, como las figuras de ajedrez, está dentro de un sistema para luego romper del todo con él”.
A mí, que soy ajedrecista, me hacía más gracia ver a las piezas liberadas de la tiranía de los escaques, relacionándose entre ellas de otra forma a la reglamentada, formando grupos donde podían coexistir nueve peones de un mismo color o en los que trebejos de bandos distintos podían colaborar amigablemente en la consecución de un logro estético. O incluso imaginarlas comentando los lances de un torneo en el que, una vez finalizadas las partidas, se reunieran todas las piezas de los distintos tableros para criticar la torpeza con la que los jugadores las manejamos…
Así de contento estaba yo, interactuando con la obra y dispuesto a obtener algunas fotografías para ilustrar este artículo, cuando los servicios de seguridad del museo me recordaron lo poco que dura la alegría en la casa del pobre, alegando que el diálogo con la instalación de Damasceno podía ser todo lo fluido y fecundo que yo quisiera, faltaría más, pero que allí no se podían hacer fotos, dando por sentado, supongo, que para eso está la tienda sita en el primer piso del edificio (donde por supuesto no había ninguna reproducción de la obra)
Así que, con la parca representación gráfica que pueden ver Uds., di por terminada mi relación con la obra. Al salir no puede dejar de pensar en la vieja máxima del futurista italiano Marinetti que dice que los museos son los cementerios del Arte. ¡Y mira que me jode dar la razón a Marinetti!
Eso es una invasión en toda regla o una presión inpeonada sin contemplaciones....muy bueno tu blog. saludos. Pau Aguilera.
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